Por Marco Tello
Allí lo ves, sombrío, el rostro alargado por el pincel bajo el ala del sombrero hendida en el lugar en donde el viejo presionaba los dedos para saludaros, envuelto en un gabán que conserva el olor que despiden las ropas de los fumadores |
Un zumbido vuelve a dislocar tu capacidad de percepción. La mosca no vacilaría si estuvieras en el fresco pintado hace mil años; pero tú tampoco verías, por el ojo del insecto, el ansia de espantarla desde el mural, con las manos pegadas al estuco, ni el intento de maldecirla, cuando las palabras han cedido su lugar a las moscas.
Sin embargo, escapadas del lenguaje, las palabras baten sus alas invisibles, sin que puedas sustraerte al embrujo, habiendo sido por ellas destinado a su versión facsimilar del universo, de la que proviene tu engañosa fascinación, probablemente similar a la que habrían experimentado los sabios comparatistas al fijar con absoluta precisión, al cabo de mil noches de vigilia, los signos de una lengua ya inexistente, preanunciada en el grito de los furtivos cazadores ancestrales. Análogo fue el proceso que te asignó un papel en la representación gramatical del mundo. Los sonidos, las palabras y las frases se encargaron luego de trasladar a la escritura ese reflejo de la realidad captada no por el ojo sino por el idioma. La mente, que otrora respondía al fulgor de las asociaciones, fue poco a poco anublada por el rigor de las combinaciones. Pero una vez que fuiste iniciado, sería suficiente que leyeses la palabra hogar sin “h” para que sintieras en la nuca el golpe de la orfandad... -¿Para qué los puntos suspensivos? -Para un breve respiro que eleva la emoción o interrumpe el sentido –recitas ante el severo director, que te examina desde el grosor de la pintura. El tono final de la frase deja la respuesta en el aire, como si también hablaras con puntos suspensivos. Mucho antes, desde luego, la existencia cotidiana te había familiarizado con la solidaria relación entre conocimiento y lenguaje: -No me estrujes así, que aún estoy viva –recuerdas que una mujer gritaba de noche en la casa contigua, sin que a nadie preocupe porque se conocía de antemano que el marido era panteonero. Allí lo ves, sombrío, el rostro alargado por el pincel bajo el ala del sombrero hendida en el lugar en donde el viejo presionaba los dedos para saludaros, envuelto en un gabán |
que conserva el olor que despiden las ropas de los fumadores.
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