Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

Para la reconstrucción han intervenido sin pausa ni fatiga, sin tregua los líderes políticos, la iglesia, los partidos políticos, los sindicatos, los periodistas desde octubre de 1997 cuando cerca de 10 millones de colombianos votaron en mandato por la paz que obligaba a todos los candidatos presidenciales a buscar la paz de Colombia en base a la negociación política con la insurgencia camuflada entre la opulencia de sus selvas

   
   

 

Como los seres que han permanecido entre los cataclismos, las guerras y los desafíos, Colombia sigue presente, lleno de heridas, multiplicando en sus cicatrices y en su “dura cerviz”, en su savia que traspasa las épocas y las generaciones buscando la paz. Colombia país acostumbrado a verse en el espejo verde de su geografía que lo cruza, que lo va dividiendo, fértil e incondicional, agarrado de los pies de sus más de cuarenta millones de habitantes está sitiada por una violencia demencial, proveniente de organizaciones supuestamente insurgentes, que por más de cinco décadas con el apoyo del narcotráfico han sembrado violencia y muerte que ha causado no menos de 700000  víctimas, entre muertos, heridos, desaparecidos y desplazados cuyos rostros se perdieron en medio de combates entre la Fuerza Pública, las guerrillas de las FARC, del ELN y otros grupos armados.

El clima de destrucción y de zozobra que viola flagrantemente el Derecho Internacional Humanitario por parte de la subversión, carente en absoluto de un proyecto político, se mantiene con base a los ingresos provenientes de secuestros, extorsiones, y de una alianza diabólica con los carteles del narcotráfico, parece estar llegando a su fin.

Y en estas condiciones, lejos de amilanarse, los colombianos han seguido adelante con un gran sentido de solidaridad y civismo hacia el encuentro con la paz, a través del diálogo esclarecedor y la negociación política, por encima de incomprensiones, impaciencias o provocaciones. En esta tarea de reconstrucción han intervenido sin pausa ni fatiga, sin tregua los líderes políticos, la iglesia, los partidos políticos, los sindicatos, los periodistas desde octubre de 1997 cuando cerca de 10 millones de colombianos votaron en mandato por la paz que obligaba a todos los candidatos presidenciales a buscar la paz de Colombia en base a la negociación política con la insurgencia camuflada entre la opulencia de sus selvas.

Desde entonces esa misión democrática se ha ido consolidando hasta lograr un acuerdo entre el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y los cabecillas de la
 

 

guerrilla de las FARC celebrada en La Habana, Cuba, con el testimonio del presidente cubano, Raúl Castro y el beneplácito de toda América Latina.

Indudablemente este suceso le reportará dividendos políticos a su gobierno y le apuntalará su imagen. Santos encontró en La Habana con claridad lo que valía en términos políticos un acuerdo; vio con la perspectiva que tiene, que la paz significaba perder un pedazo de poder o mejor limitar en serio la forma como el poder político se ha ejercido en Colombia y cuyo resultado más neto ha sido el exterminio de los partidos de oposición.
Santos no retrocedió y optó por la paz. No actuó como sus antecesores Pastrana, Gaviria y Uribe que se decidieron por la guerra interna porque así le daban gusto a la opinión influyente, es decir, al país que vive en cien manzanos y usa tarjeta de crédito, justificar el manejo económico del modelo neoliberal y, de paso, buscar una reelección.

Lo que está por lograr Juan Manuel Santos, de aquí a tres meses, en el fondo, es el derecho a que toda tesis, por incómoda que sea, tenga derecho a expresarse sin apelar a la fuerza de las armas. El gobierno tendrá que gastar una gran cantidad de su capital político en recolonizar un espacio para sostener la negociación política con la guerrilla.

Quizá el informe del Alto Comisionado por la Paz lo ponga de manifiesto con franqueza para juzgar los crímenes de lesa humanidad sin excluir los actos criminales y terroristas, garantizando a su vez el debido proceso. Y mientras llega la fecha para la entrega total de las armas y la finalización de los diálogos de paz, ya nadie puede dudar de que, entre política y terrorismo las FARC con sus acciones y sus actitudes han entendido, por fin, que por las armas nunca podrá obtener el poder.

Sin embargo, una cosa es segura: ha comenzado ya un tiempo nuevo para Colombia, el país más feliz del mundo, según casi todas las encuestas e investigaciones sobre la felicidad o el buen vivir. A pesar de la violencia, tienen el vallenato, la cumbia, el ron y la alegría en la piel. Tienen Macondo y un ejército de paz de cuarenta millones de habitantes.

 

 

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