Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret
Las atrocidades de los coyoteros con sus propias leyes y su policía constituye un sistema verdaderamente criminal de explotación económica, basado en la fuerza, en la violencia, el racismo hasta destruir su condición de hombres libres para transformarlos en “muertos sociales“  o en mulas al servicio del narcotráfico
   
   

 

Nuestro mundo en plena globalización parece hundirse cada día en una situación caótica, en una crisis aguda de las ideas de orden, coherencia y mesura que han predominado durante demasiado tiempo y siguen ejerciendo en nosotros una nefasta influencia en medio del caos. A medida que nuestra visión de un mundo transparente, sin fronteras y mesurable empieza a desdibujarse, las nociones de unidad, solidaridad, humanidad dejan al descubierto su carácter frágil e ilusorio.
 
Entre las catástrofes que hay que inscribir en la conciencia colectiva junto a la esclavitud y tantas otras afrentas a la humanidad, existe una lenta y silenciosa, pero no menos grave: el sufrimiento de los emigrantes que un día se vieron sometidos y despojados de sus más elementales derechos condenados a vivir dispersos, sin más alternativa que la fuga o la rebelión.
 
¿Cuántos hombres, mujeres y niños partieron de África en las bodegas de los barcos negreros y embarcaciones viejas y destartaladas de los contrabandistas de seres humanos y naufragaron en aguas del Mediterráneo en su intento por alcanzar las costas europeas? Probablemente decenas de miles, pero por falta de documentación estadística nunca sabremos el número exacto.
 
¿Cuál es esa parte tan sombría y secreta del ser humano que lo autoriza desde siempre a despreciar al Otro, sojuzgarlo, a martirizarlo sin el menor remordimiento de conciencia? ¿Cómo ha podido ocurrir que, durante décadas, hombres y pueblos, hayan sido utilizados como bestias?
 
¿Y cómo ha permanecido impune ese crimen contra la Humanidad incluso después de la consagración de los Derechos Humanos? A esos terribles interrogantes, tal vez no exista una respuesta simple, porque más puede el silencio cómplice de la Unión Europea que la acción de solidaridad.
 
La pasividad de Europa ante la criminal red de los traficantes de seres humanos es cada vez más escandalosa e intolerable en medio de acciones paliativas. Sabemos, sin embargo, que nunca habrá que dejar de formularlos.
 
Diversos procedimientos de deshumanización (cambio de nombre, castigos corporales, tortura), sometimiento a las exigencias sexuales, que hace del migrante 
 
un esclavo o una mercancía sucede también en México con los miles de latinos en sus desesperado propósito de cruzar la frontera hacia los Estados Unidos. Las atrocidades de los coyoteros con sus propias leyes y su policía constituye un sistema verdaderamente criminal de explotación económica, basado en la fuerza, en la violencia, el racismo hasta destruir su condición de hombres libres para transformarlos en “muertos sociales“ o en mulas al servicio del narcotráfico.
 
Pese a los decretos y textos oficiales que prohíben y condenan el tráfico de seres humanos, no existen medidas de control eficaces y apropiadas, ni estructuras para coordinar la lucha contra esas prácticas deplorables, donde sus víctimas son los más pobres, en especial campesinos ignorantes de sus derechos y fáciles de engañar.
 
Es cierto que muchos migrantes sobrevivientes han logrado exilios más soportables, y que encontraron en ciertos estados prósperos condiciones de vida confortables, llegando a veces a convertirse en personajes privilegiados, pero no por ello dejaban de ser extranjeros. Una parte irremplazable de sí mismos seguía arraigada en la patria perdida, idealizada por el tiempo, la nostalgia y la pesadumbre. Sin embargo constituyen una minoría frente a cientos de miles de hombres y mujeres que obligados por la ruina económica, el terror político o la guerra son expulsados gradualmente de los campos, las regiones o los países de que proceden.
 
Su drama es que, privados de la posibilidad de permanecer en su patria, tampoco tienen perspectivas de prosperar en otras tierras, se consideran doblemente excluidos: de su país de origen, donde hubieran preferido quedarse y al que sueñan regresar un día, y de su país de acogida, donde por lo general son mal mirados y en el cual se integran poco o nada. Así, para algunos migrar es algo creador y libremente elegido, para todos los demás, la inmensa mayoría, forzado y alienante.
 
Sea cual sea la causa del éxodo, el deber de la comunidad internacional – habría que decir su compromiso esencial – radica en la protección de esas poblaciones, es decir, acoger y ayudar a aquellas multitudes a las que las circunstancias han privado de los medios de garantizar su subsistencia con un mínimo de decoro.

 

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233