Por Marco Tello
Mecido en el lecho de niebla, te hallas de nuevo en la esquina de la plaza en la cual se ha congregado bulliciosa la juventud para el juego dominguero. La muchachada se disputa un balón que vuela de un lado a otro de la cancha entre densos vellones de neblina
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Antes de dar en el vacío –consta en las notas sobre don Manuel Gobino-, un poder extraño te llevará junto a los bultos apilados a merced de la ventisca, a la espera de un vehículo que acerque a la familia al nuevo destino asignado a tu papá:
-¡Alto! –ordena él y se lanza a la vía con la palma resueltamente levantada.
Obediente al ademán autoritario, el fogoso dragón se inclina por el propio peso y se detiene en medio de una quemante humareda. Acomodándose el sombrero, se acerca él a la portezuela y, con el pie sobre el estribo, cruza unas palabras con el duende que se aferra al aro del volante. No bien los dos hombres han pactado, se colocan las cargas en la volqueta; trepas luego muy alegre y caes sobre un montón de arena, pero te yergues en seguida para agitar la mano como hacen los viajeros, aunque nadie hay alrededor, salvo un poste del telégrafo. Desde que arrancan los motores, te sientes alucinado por la misma desfiguración del mundo real que se percibe redoblado en tus delirios otoñales. El vehículo devora las líneas que burlan cada precipicio, y el paisaje emprende mayor velocidad a los costados; detrás, desaparecen en fila desordenada las colinas, y los grandes árboles balancean sus borrosos esqueletos en la polvareda. Tras varias horas de viaje, el armatoste ruge antes de detenerse en un cruce de caminos el tiempo indispensable para bajar los fardos, asiéndolos de las piolas mal templadas. Eres el último en brincar desde el cajón sobre el lastre de puntas afiladas y poco después el carro se empequeñece a la distancia entre ostentosas espirales de humo negro.
Al iniciar la caminata, presidida por una mula cargada de libros y peroles, él levanta la cabeza y señala con absoluta precisión hacia un punto lejano:
-Allí nos esperan esta noche –dice.
Procurando imitarlo, haces sombra con las manos para seguir con la vista aquella dirección. Si bien no alcanzas a ver más que un inmenso telón de nubes grises, estás obligado a creerle porque la verdad siempre estuvo, en la niñez, del lado paterno y seguía la firme dirección de su dedo.
En efecto, tras un ascenso interminable, fatigoso,
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asoma el caserío, seguramente en el punto que él había señalado. Han transcurrido ochenta y dos años y ahora, oculto en los dobleces de la sábana, percibes, impregnado en el velo de la noche, aquel olor que emana de una callejuela humedecida por la llovizna que esparce un vaho que nubla el aire en las habitaciones y termina por reblandecer tarde o temprano la médula en los huesos y por desfigurar la forma acorazonada que, antes de venir al pueblo, tenía el corazón. La niebla congela el tiempo y las palabras en la torre de la iglesia, y fue sin duda esa imagen la que hoy ha sorteado tu destino en la rueda de la fortuna -el reloj- que prosigue su marcha, indiferente al pasado y al futuro.
Mecido en el lecho de niebla, te hallas de nuevo en la esquina de la plaza en la cual se ha congregado bulliciosa la juventud para el juego dominguero. La muchachada se disputa un balón que vuela de un lado a otro de la cancha entre densos vellones de neblina. Al otro extremo, tres arrieros con las ropas enlodadas se arriman contra una pared a medio derruir y cabecean, vencidos por el tedio vespertino, impregnado de aquella excitación que irradian bajo el agobio del estío las bestias liberadas de la carga que giran la cabeza y miran a sus dueños con ternura pensativa. (Tenías cinco años de edad, y pensabas con insistencia en alguien que habitaba en la propiedad de enfrente, al otro lado de ese encaje de bruma).
Los jugadores baten sin descanso la pelota hasta la caída de la tarde. Se descuelgan las redes y se pagan las apuestas en medio del regocijo de los espectadores. Santiguándose frente a la iglesia, los arrieros animan a grandes voces a las bestias que han reanudado la marcha, insatisfechas. Antes de que vengan los dueños, recoges unos sombreros olvidados; los avientas al vacío y bajas a la carrera para mirarlos descender a corta distancia con los cintillos sueltos y los bordes del remate iluminados como una escuadra de platillos voladores; pero cuanto te es dado recordar o imaginar son en verdad las luces que bañan el frío silencio de la casa, adonde te llegan en voz baja, cual un seguro de vida, las palabras del abuelo:
-Deja de pensar en la muerte, hijo, si quieres que ella se olvide de pensar en ti.
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