Por Marco Tello
Su fugaz aparición siembra dudas sobre si en verdad existió. En cambio, era tan cauta, afable y sigilosa que, al cabo de más de medio siglo de ausencia, abrigas la certeza de que continúa aquí, a tu lado, aunque sin verte, porque los ojos profundos no le habían sido dispuestos para ver, sino para avistar, como si ella no hubiera tenido otra misión que la de anticiparse al instante postrero de tu existencia
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El juego de luces despejará la bruma –continúan las notas sobre el señor Gobino-, y la voz del abuelo disipará el temor, pero sin redimirte del pasado que ronda en el frío silencio de tu alma.
De repente, en un ángulo de la pared y el cielo raso, se concentran los rasgos de alguien al que tardas en reconocer. Sí, es ella; viene a sabiendas de que la vejez es la edad en que más se necesita de la madre. La ternura que puso en enseñarte a adelantar el primer paso, empleará en ayudarte a dar el último. Es ella: te lo recuerda su manera de bajar el postigo y correr la doble llave, empujando la puerta para comprobar si está bien emparejada. Desde luego, no te extraña que su voz conserve la cadencia cotidiana, la sosegada ambigüedad de cuando hablaba, casi sin hablar:
-¿De dónde vienes, madre?
- De allá no más, mi hijo.
-¿De dónde allá, mamá?
-De allá, de donde vengo.
Este trato coloquial te aproxima a la cabecera de la cama, en donde cuidas de no desarreglar la colcha de motas apretadas, tejida con paciencia por su mano. Sensible a la compacta simetría del tejido, pones tus dedos a correr por cada hilera de rombos que mantienen intacto el relieve, el detalle, la proporción originaria.
Se trata de la misma prenda que doblada sobre una cuerda sirve de fondo, sin ocultar el arranque ya desgastado de los flecos, al retrato infantil en que te ves sonriente, peinado con esmero, la raya en la mitad, con la modesta petulancia de un sargento y la mirada fija en alguna lejanía. Hay en la mesa de noche otra foto en la que ella asoma captada en un paisaje que se te antojaría soñado por Renoir. Doblados en la esquina, raídos en los bordes por la mordedura implacable de los hongos, los retratos ondulan en la memoria como barcos de papel que navegaran en dirección a la niñez:
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-Extiende bien los brazos, que pareces muerto - te reconviene ella (rendidos al cansancio, los brazos ya no daban para más y se negaban a templar la madeja con el impulso necesario para que ovillara).
-Sí, mamá -respondes (pero continuabas semidormido, los miembros flácidos, un mechón de cabello regado hasta las cejas).
-¿Decías algo?, madre.
-No, no he dicho nada.
-Te oí que murmurabas.
-Debe de ser el eco de lo que dije enantes.
El desusado “enantes” da a la voz un tono suave, dulcemente angustiado, que impide precisar si transmite algún secreto dolor o si, por el contrario, es la voz la que aviva en ti algún dolor secreto. Apagada la conversación, se deja adivinar la expresión dubitativa con que ladeaba la cabeza antes de asentir; pues siempre asentía (una cariátide, diríase, resignada a la intemperie).
Su fugaz aparición siembra dudas sobre si en verdad ella existió. En cambio, era tan cauta, afable y sigilosa que, al cabo de más de medio siglo de ausencia, abrigas la certeza de que continúa aquí, a tu lado, aunque sin verte, porque los ojos profundos no le habían sido dispuestos para ver, sino para avistar, como si ella no hubiera tenido otra misión que la de anticiparse al instante postrero de tu existencia, desde el cual ahora la ves llorar, aun de perfil, por ambos ojos, como una dama de Picasso, y venir a tu encuentro de modo tal que nunca llega:
-¿De dónde vienes, madre? –insistes, obediente al reclamo de quien hubiera golpeado a la puerta sin tocarla.
-Venía de tus sueños –contesta, despejando así toda duda sobre su existencia y la tuya –dos ensoñaciones superpuestas.
Al disiparse, la enigmática visión deja en tu mente el leve trazo de un nombre escrito con premura, como el de alguien que firmara al pie del lienzo la breve representación de un sueño.
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