Por Eliécer Cárdenas
Ni en sus mejores sueños, García Moreno o Alfaro, o por venir más cerca en la historia Velasco Ibarra, hubieran pensado ejercer la Primera Magistratura del Ecuador por tanto tiempo de modo ininterrumpido. Rafael Correa lo ha logrado, por una combinación de factores ciertamente excepcionales
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Ocho años en el ejercicio del poder del Estado ecuatoriano es un récord, sobretodo para un país como el nuestro poco acostumbrado a permitir una permanencia más o menos larga en el poder. Ni en sus mejores sueños, García Moreno o Alfaro, o por venir más cerca en la historia, Velasco Ibarra, hubieran pensado ejercer la Primera Magistratura del Ecuador por tanto tiempo de modo ininterrumpido. El Presidente Rafael Correa lo ha logrado, por una combinación de factores ciertamente excepcionales.
En primer lugar, el hastío ciudadano respecto a la efímera permanencia de varios gobernantes anteriores en Carondelet, de donde fueron desalojados de manera poco decorosa y tumultuaria, cuando la gente se sentía burlada y frustrada en sus expectativas, sobre todo una parte de la población que, en condiciones a veces sui generis, como el golpe de los coroneles y los dirigentes indígenas contra Mahuad, o la asonada “forajida” de clases medias capitalinas contra Lucio Gutiérrez. Este período de turbulencia política reclamaba estabilidad.
En segundo término, el carisma del entonces candidato Rafael Correa y luego elegido Presidente de la República, una combinación de atractivo físico con un discurso eminentemente técnico, pragmático a la hora de convocar a las urnas. En tercer lugar un equipo, por lo menos parcialmente competente en sus respectivos campos. Por último, una bonanza en los precios internacionales del petróleo que permitieron al Gobierno sustentar exitosamente la dolarización, realizar una cuantiosa obra física en carreteras, locales escolares, mega proyectos hidroeléctricos, y modernizar al país con tecnología y una tecnocracia que, más allá de la retórica izquierdizante, ha actuado más o
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menos como en cualquier otro estado en materia de seguridad, manejo financiero, con una buena dosis, por supuesto, de paternalismo populista a través de bonos de desarrollo humano y otras granjerías para los menos favorecidos, con lo cual ha formado una base de apoyo nada desdeñable a la hora de los votos.
Hasta allí el haber del Gobierno en sus ocho años de ejercicio. En cambio, la democracia participativa ciudadana que fuera la piedra miliar de la Carta Política de Montecristi, fue pragmáticamente puesta de lado, a través de una escalada de absorción o coptación de otros poderes: el legislativo por una apabullante mayoría, la Justicia a través del tutelaje de un escrutador Consejo de la Judicatura al funcional servicio del Régimen, Corte Constitucional, Consejo Nacional Electoral, en fin, hasta no dejar rincón del tejido del estado sin presencia e influencia del Ejecutivo. Un bonapartismo, en suma, forma híbrida de gobierno democrático en donde un líder co-gestiona los diferentes ámbitos del poder del estado, algo además practicado por otros gobiernos latinoamericanos y que quizá responde a una tendencia continental al permitir que el líder se torne en una especie de dispensador providencial o benefactor, claro que a costa de una pérdida de participación real de la ciudadanía en las decisiones del estado.
El Gobierno en sus ocho años de administración del poder no ha tenido éxito en construir un partido de masas, salvo un remedo con una cúpula burocratizada y adherentes clientelares en su mayor parte, a la espera de obras para sus poblaciones o barrios, o cargos burocráticos. El sutil pero inflexible sofocamiento de la vivencia de las agrupaciones políticas ha revertido en contra de la agrupación gobiernista.
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