Los antepasados conseguían que ambos nombres guardaran cierto ritmo con los apellidos, en una suerte de armonía natural; así, el primero más corto que el segundo, en combinación con el apellido paterno y, a veces, también con el materno
No bien se van las luces, merodean los nietos por la mansión familiar. Se congregan en desorden alfabético: Jackeline, Edwin, Wellington, Gerson, Geovanny, Janeth, Jhonny, Jesenia, Jimmy, Richard y Wendy. Falta María José para ajustar la docena.
-Para las hijas e hijos –corrige la rubia Jackeline.
-¿Qué son nombres de pila? –averigua Edwin con los pulgares adheridos al celular
-Los nombres que por voluntad de los padres imponía la Iglesia al administrar las aguas bautismales.
-¿Aguas bautismales? –se sobrecoge el incrédulo Giovanny.
-En el interior de las iglesias había un recinto reservado en cuyo centro se elevaba la pila bautismal, donde se cristianizaba a los infantes con agua en la cabeza.
-¿Vas a volver a contarnos sobe el degüello de inocentes? –pregunta Janeth con voz apacible.
-Abuelo –interviene al punto Gerson, dejando ver su perfil aindiado-, decías que antaño los padres acertaban al momento de escoger los nombres de pila.
-Así es –admite don Isaac-. Por imitación o por innato sentido musical, los antepasados conseguían que ambos nombres guardaran cierto ritmo con los apellidos, en una suerte de armonía natural; así, el primero más corto que el segundo, en combinación con el apellido paterno y, a veces, también con el materno.
-O sea que… –balbucea Jhonny, sin conseguir quitarse los audífonos.
-O sea que nuestros nombres no eran familiares –completa la frase Jesenia, alta y flaca como un alfil.
-Así es –consiente don Isaac-. Los nombres eran breves registros musicales que al parecer obraban sobre el destino de los seres humanos; de otro modo, no hubieran sido lo que fueron Luis Felipe Borja, Ángel Felicísimo Rojas, Jorge Enrique Adoum, José María Velasco Ibarra. Acertaban los antiguos, aunque ignorasen el origen de aquella musicalidad, atribuida hoy a la intuición poética de cada lengua.
-¿Y María José? –inquiere el pendenciero Jimmy, sumido en la Internet.
-Era nombre apropiado para la difunta –aprueba el abuelo-. En ese caso, se interrumpe la secuencia sonora a fin de marcar el género: José María para los caballeros, María José para las damas. La expresión femenina ha roto en apariencia la armonía; mas, el habla coloquial la restaura mediante la relajación del hiato que reduce la pausa intermedia.
-Nos arruinas la noche, abuelo –reconviene Richard, sin apartarse del teléfono.
-Lo que arruinará la noche –dictamina el abuelo-, es ignorar el cambio que se ha operado en el empleo de los nombres de pila; algunos ya inusuales o suplantados por otros impronunciables, como los de ustedes, traídos por el viento de la globalización.
-Y eso qué importa, abuelo –exclama Wellington al borde del fastidio.
-Importa porque cuanto se pierde en la expresión se ha perdido primero en la cultura.
-¿Y qué opinas ahora de tu propio nombre, abuelo? –le toca preguntar a Wendy, sarcástica, burlona.
-A eso iba –sentencia don Isaac-. Se trata de un nombre en trance de extinción porque proviene de un diferente registro musical, como ocurre también con otros, muy antiguos: Elías, Judith, Abraham, Sara, Jonás. Tal vez sus portadores habremos retornado a la tierra prometida desde donde llegamos al Nuevo Mundo mucho antes que Colón.
No hubiera dicho esto don Isaac, porque no bien lo hizo volvió a hundirse en la penumbra y los nietos se fueron desdibujando en orden alfabético.