Por Marco Tello
Los tres ciegos acudían presurosos aligerando el paso para no dejarse alcanzar por los recuerdos. Tenían aproximadamente la misma edad, que por supuesto la ignoraban porque nunca se habían mirado en el espejo: era el secreto de su longevidad |
Si no puedes parpadear, Manuel Gobino, es porque ha llegado el instante en que los ojos se dilatan para abarcar en una sola fijación la imagen entera de la muerte, anunciada en la reciente falsedad de los sentidos. Todo lo que se distancia del ojo -el pintor, sus personajes- se ha ido convirtiendo en bulto.
-“A lo mejor, tampoco existo y soy apenas otro recuerdo mío” –piensas. Una vez desaparecida, las gentes se acogían al corredor de su casa para guardarse de la lluvia; pero cuando la fiebre había alcanzado el apogeo, se congregaba allí, atraído por el frescor de la brisa, el grupo musical formado por un sargento que había perdido la vista en una acción contra las montoneras. El ex combatiente, hombre robusto cuya corpulencia lindaba en la deformidad, parecía un enano enorme. Acezaba al llegar al corredor y le temblaba bajo el mentón la nuez de la garganta como en el coitus interruptus. Antes de acomodarse en el poyo que corría a lo largo de la pared, se llevaba el pulgar y el índice a la boca y silbaba.
Los tres ciegos acudían presurosos aligerando el paso para no dejarse alcanzar por los recuerdos. Tenían aproximadamente la misma edad, que por supuesto la ignoraban porque nunca se habían mirado en el espejo: era el secreto de su longevidad. Dos de ellos rasgaban la guitarra; le daba el otro a la caja; el sargento, al acordeón. Como la vivienda se ubicaba en las inmediaciones del camposanto, venía, entrada la noche, el panteonero; soltaba un bolso al descuido a los pies del sargento y batía las palmas a rabiar, deplorando en lo más íntimo el que nadie le aplaudiera cuando él daba remate a |
su tarea. Surgía entre las sombras el dentista, envuelto en un mandil; retiraba furtivamente el bolso, y el sargento sonreía con la diabólica felicidad de un gato en el osario. Culminada la función que había apagado los ruidos que habrían alertado al vecindario, los artistas se levantaban enfundando las manos en las tinieblas. El tema de la ceguera había rondado alrededor de tu niñez. Querías saber si los ciegos dormían con los ojos abiertos y no has olvidado al niño ciego que llegaba siempre el primero en la carrera de ojos vendados organizada en el patio de la escuela. De veras no veía y, sin embargo, ganaba; mientras que para ti pasaba inadvertida la belleza del mundo como una hermosa partitura frente a los ojos de un ciego. -Lo que yo no veo –respondía- es mejor que todo lo que tú puedes ver. Decía la verdad. Estás seguro de que su mundo era más real que el mirado por tus ojos, y envidiabas la gama de colores en la curva de su arco iris, como aún envidias la capacidad para distinguir, por la forma de asentar la planta del pie sobre las losas, si quien pasaba a su lado era un vivo o un difunto. Alguien sabrá sobre el destino del panteonero, del conjunto musical y del dentista, llamado así porque no bien llegado al pueblo se había colocado un mandil blanco y, sentado en la vereda, libraba del dolor de muelas a quienes asomaran. Conforme la población era diezmada por la epidemia, él prosperaba a cambio de que los sobrevivientes sonrieran. Partía beneficios con el fotógrafo, que no daba abasto para atender a cuantos querían estrenar ante la cámara las nuevas dentaduras relucientes. Debajo del sobretodo oscuro y del sombrero de copa aplastada, solo el viejo pintor supo mantener frente al fotógrafo el porte altivo de Carlos V al posar para Tiziano.
Todo habría seguido viento en popa si al declinar la epidemia, sintiéndose aislado del negocio, el panteonero no hubiera decidido hablar. Pero casi no recuerdas el resto de la historia algo secreta, salvo que el cuerpo del sargento fue clandestinamente sepultado a pocos pasos de la tumba de la abuela. Y ahora es a él a quien envidias porque para un ciego, habituado a las tinieblas, la muerte le habría sido menos aterradora. |