Por Marco Tello
La suerte estaba en manos de un simple ejercicio de asociación fonética. Barajó con lucidez las posibilidades de entablar asociaciones con el nombre de la planta esquiva y juguetona
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La familia se agrupaba ante el fotógrafo, pero el dueño de la fiesta no asomaba. En una pieza contigua se le oía alborotando en pos de alguna prenda.
Se trataba de una tira que anudada alrededor del cuello de la camisa dejaba caer los extremos por delante de la pechera. Hace un momento la tenía en la punta de la lengua. La forma serpenteaba en la mente, ensanchada hacia la base, con las franjas de colores vivos y el alma de fina seda hilvanada en los bordes. En un principio, pensó que el vocablo era huidizo por su viaje al idioma español desde el croata, detalle erudito que no prosperó porque allí estaba la prenda, a la vista, con el nudo corredizo a la medida.
-¡La corbata! –admitió sin rencor.
Como se observa en la fotografía, aquella resignación fue captada por la cámara para el álbum familiar, como si a nuestro personaje no le importara que huyeran del envejecimiento humano las palabras, y volaran sin dejar otro registro que los bordes del objeto que nombraban, lo cual casi equivalía a que la propia cosa designada no existiera.
Arrastraba en secreto esta situación desde hacía unos meses, desde cuando empezó a desvanecerse delante de las visitas el nombre de la planta que ostentaba su primera flor -un delicado racimo de pétalos azules guarnecidos de plata- en una maceta colocada al pie de la ventana. Esta es una… –quería explicar-, una or…-. Así se armó esta historia digna de lo que los expertos llamarían el síndrome de Korsokoff.
-Una orquídea –le soplaron.
-¡Una orquídea! –confirmó, como si estuviera ante sus antiguos escolares.
Un día y otro día lidió con la palabra, siempre cortada en mitad del trayecto: “Es una…, una or…”. Sin embargo, se esforzaba en reprimir cierta aversión hacia la planta que se había convertido en mensajera sigilosa del olvido: “Es una or…, una or…”, ensayó de todas maneras durante una mañana, a la espera de que la sílaba inicial atrajera, como la miel a la abeja, a las sílabas contiguas, lo cual, efectivamente, sucedió:
-¡Una orquídea! –exclamó esta vez sin titubear, de sopetón, a la hora de girar sobre los goznes la puerta de salida.
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Al regreso, horas después, notó desde la entrada que los pétalos de la flor lucían con un fulgor extraño, bañados por el sol de agosto. “Oh, mi or..., mi or…”, tartamudeó con emoción; pero demoró más en nombrarla que en ceder al llamado de la siesta.
Un largo ronquido lo despertó al atardecer. Mientras cabeceaba, había soñado en un tronco en cuya horcajadura se acunaba una orquídea con el tallo rendido a la levedad de una flor inalcanzable. Con el rostro aún transfigurado por la ensoñación, vio materializada junto a la ventana aquella misma flor, velada todavía por la bruma de su resignación.
Sintió entonces la desesperante necesidad de recurrir a un método que le ayudara a salir de las inconfesables afecciones. La suerte estaba en manos de un simple ejercicio de asociación fonética. Barajó con lucidez las posibilidades de entablar asociaciones con el nombre de la planta esquiva y juguetona. De un lado, estaba “orca”, monstruo de los mares del norte, que es mejor no recordar; de otro lado, había “horca”, vocablo también intimidante, pero más familiar para servir de clave nemotécnica.
El recurso funcionaba a la perfección hasta un día en que vino acompañado de nuevas asociaciones mentales. Miraba esa vez hacia la ventana y lo que se le presentó fueron dos palos atravesados por otro, horizontal, del que colgaba una cuerda. No era para reírse; al contrario, la exasperación rebasó todo límite cuando creyó ver que la sombra de Saddam Husayn daba el último brinco en el aire, condenado por los miles de muertos que enterró y también por los miles de muertos que enterraron en su nombre los invasores victoriosos. Así descubrió nuestro personaje que, al asociarse, las palabras contraen solidaridades de forma y de sentido hasta tornarse en mensajeras sigilosas del recuerdo, más o menos como cree haber leído en un poema de Mario Benedetti. Esa misma tarde cerró el pequeño círculo de miedo; abandonó la clave nemotécnica, renunció al embrujo de la orquídea y colocó en su remplazo una begonia.
El día en que la familia se agrupaba ante el fotógrafo y lo aguardaba frente a la cámara, la nueva planta alegraba la sala con sus hojas acorazonadas y sus flores de color de rosa.
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