Por Marco Tello
Juan Pablo I, comprometido con la Iglesia de los pobres en la línea del Concilio Vaticano II, decidió intervenir en las instituciones que se habían apartado de la misión fundamental de la Iglesia. La noche del 28 de septiembre confió su determinación al secretario de Estado y, a la mañana siguiente, 34 días después de haber sido elevado al trono de San Pedro, el cadáver del buen papa yacía sobre el lecho
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Un cuerpo se bamboleaba entre la bruma, bajo el puente londinense de Blackfriars, una mañana de junio de 1982. Tres sicarios lo habían colgado por encargo de la mafia siciliana, pocos días antes de que cerrara el Banco Ambrosiano. El cuerpo pertenecía a Roberto Calvi, quien acababa de huir de Roma, procesado por complicidad en fraudes millonarios. Entre los móviles que apuraron la muerte del banquero estaría la cautelosa contribución del Vaticano al movimiento del joven dirigente sindical polaco Lech Walesa, según consigna en una cita el reciente libro de Frattini que ahora comentamos.
Amigo del difunto Calvi fue monseñor Paul Marcinkus, un corpulento obispo norteamericano muy eficiente en su desempeño como guardaespaldas del papa Paulo VI, pues había crecido en los barrios conflictivos de Al Capone. En 1971, fue destinado a presidir el poderoso Instituto para las Obras de Religión (IOR) de la Santa Sede, institución cuyas finanzas decayeron desde entonces de manera extraña. A finales de los años setenta, el problema se tornó inocultable, agravado por deudas astronómicas, créditos sin control, fraudes y manipulaciones contables.
En medio de esos avatares, murió Su Santidad, en 1978, y quedó en suspenso la intención de imponer orden en tan delicados asuntos mundanos. Le sucedió el venerable patriarca de Venecia, Albino Luciani. Bajo el nombre de Juan Pablo I, renunció a la tradicional parafernalia del pontificado, pues estaba comprometido con la Iglesia de los pobres, en la línea trazada por el Concilio Vaticano II. Enterado de los oscuros manejos de Marcinkus y de cuantos personajes lo amparaban, decidió intervenir en las instituciones que se habían apartado de la misión fundamental de la Iglesia, especialmente en el IOR. La noche del 28 de septiembre confió su determinación al secretario de Estado. A la mañana siguiente, 34 días después de haber sido elevado al trono de San Pedro, el cadáver del buen papa yacía sobre el lecho.
Entre otros amigos connotados de monseñor Marcinkus figuraba el banquero Michele Sindona, quien practicó durante algunos años el arte de lavar capitales de dudosa procedencia y con ello contribuyó a levantar las cuentas vaticanas.
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Estableció con Marcinkus varias sociedades fantasmas a través de las cuales circularon por la banca extranjera sumas millonarias. Descubiertas las operaciones fraudulentas, la justicia estadounidense procesó a Sindona por decenas de cargos. Extraditado a Italia, fue condenado a 25 años de prisión, que no alcanzó a cumplirlos porque, en marzo de 1986, alguien puso cianuro en el café que le llevaban a la celda.
Las actividades de monseñor Marcinkus fueron profusamente investigadas en los tribunales italianos. Un año después de la muerte de Sindona, tenía orden de prisión; sin embargo, sus eminentes protectores consiguieron mantenerlo al frente del IOR hasta 1990, cuando presentó su dimisión al papa Juan Pablo II. Se sabe que luego desapreció de Roma, protegido por el Vaticano y por el gobierno del presidente Reagan. En febrero de 2006 el anciano obispo, responsable del manejo fraudulento de sumas incalculables de dinero, rindió sus cuentas a Dios en un hospital de Arizona. Al parecer, la muerte estuvo tan cargada de misterio como su vida. En sus años postreros, ejercía con humildad el sacerdocio en una iglesia de Chicago.
Desaparecidos los personajes principales de este relato sobre la increíble magnitud de la ambición humana, la gestión financiera pasó a otras manos, pero siempre rodeada de intrigas, sospechas y denuncias sobre corrupción y malos manejos bancarios. El 23 de mayo de 2012, el escándalo derribó los muros del silencio vaticano. Ese día, los gendarmes de la Ciudad Estado irrumpieron en la residencia de Paolo Gabriele, mayordomo del papa Benedicto XVI. El departamento estaba lleno de documentos confidenciales distribuidos alrededor de un moderno sistema a través del cual el hombre más cercano al pontífice se dedicaba a filtrarlos. Gabriele no es el único, pero sí uno de los principales filtradores de información (los Vatileaks) que fundamentan y dan título al volumen de Eric Frattini: Los cuervos del Vaticano. La historia prosigue hasta la elección de Francisco, el nuevo papa bueno, el papa venido del fin del mundo.
Al llegar a la última página, el lector deplorará que no se trate de una novela, sino de una rigurosa investigación periodística; una obra que, sin embargo, podría reafirmar en la fe al creyente verdadero.
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