Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret ¿Será que todo este infernal tumulto de discípulos de Osama bin Laden y otros califas crueles, de los fundamentalistas, de los desarraigados, de los desadaptados, de los resentidos, de los desbaratados moralmente, está acusando una angustiosa crisis del amor a la vida? 
   
   
Por todas partes – a donde quiera vayan los angustiados ojos inquisidores – trepida la violencia. Y se enciende. Su hoguera universal es frenética de sangre y de muerte, es un desastre humanitario en Gaza; de desolación y de hambre en Siria, Sudán, Irak y Afganistán; de odio y resentimiento en Oriente Medio; de rebeldía desorbitada en el Estado Islámico y en algunas capitales europeas; de fuego y cólera ciega en calles y plazas del mundo.
 
Es como si una racha apocalíptica soplara sobre la Tierra en donde el hombre viene a ser una víctima de aquella antigua, eterna disyuntiva, entre el bien y el mal, el derecho y la fuerza, el instinto y la razón. Y es esto lo que resulta más dramático en nuestro tiempo, cuando hechos, circunstancias y experiencias demuestran la imposición temeraria y absurda del derecho de las injusticias, el derecho de la fuerza sobre la defensa de los débiles y de los justos.
El fenómeno es universal y tiene sus raíces muy hondas afincadas en el no remoto pasado de las guerras, de su continuidad histórica y cruenta. Erich Fromm ha escrito que “existe el peligro de que la sensación de impotencia de que hoy es presa la gente – cada vez en mayor grado – la induzca a aceptar una versión nueva de la corrupción que sirva de fundamento a la opinión derrotista de que no puede evitarse la violencia porque es consecuencia de la capacidad destructora de la naturaleza humana”. Pero el filósofo y sociólogo destruye la falacia y muestra cómo puede escapar el hombre de su cárcel mayor; el aspecto destructivo de sí mismo. Y aunque reconoce que “la violencia es en el hombre una fuerza tan intensa y tan fuerte como el deseo de vivir“, no desespera de la posibilidad de destruir lo sádico que hay en la especie, mediante el desarrollo de su capacidad para hacer uso productivo de sus facultades. Lo que precisa hacer es oponer a los necrófilos que aman la muerte, los biófilos que aman la vida.
 
Albert Camus, en su hermoso y revelador monólogo de La Caída, dice en palabras de su protagonista: “Amo la vida. Es mi verdadera debilidad.
 
 La amo tanto que no tengo ninguna imaginación para lo que no sea ella“. ¿Será que todo este infernal tumulto de discípulos de Osama bin Laden y otros califas crueles, de los fundamentalistas, de los desarraigados, de los desadaptados, de los resentidos, de los desbaratados moralmente, está acusando una angustiosa crisis del amor a la vida? ¿Será que nos ha correspondido el melancólico privilegio de vivir una época sacudida por las más obscuras pasiones humanas que ahora se agravan hasta la insensatez y el desenfreno?
 
Lo dicho pone el dedo en la abierta herida de nuestra debilidad ante los riesgos, de nuestra pasividad ante los hechos; esa especie de complicidad por timidez que va implícita en la actitud ante los terroristas y los mercaderes de armas y los promotores de la guerra que se hacen dueños y señores de todas las situaciones, las cuales cuando se las trata de enmendar resultan ya irreversibles máxime cuando la mayoría de las veces los sucesos tienen un origen o pretexto baladí.
 
Sobre el mundo corre huracanado un viento de tragedia devastadora. Lo que importa es enfrentarnos a su apabullante realidad con la fuerza moral de una acción educadora por la paz, no ponerle aureola a la violencia, ni dejar que luzcan nuevos tiranos.
 
Las crisis humanitarias y sus desastres de las últimas décadas, el Holocausto moderno que se vive en el Congo, Sudán, Irak, Afganistán, Israel, Siria y Libia donde la violencia ha sido y es una constante debe mover a las Naciones Unidas a poner fin a la madeja de violencia que va enredando sus hilos criminales.
 
Para esa lucha se anhela que se pongan en juego todas las energías morales de hombres y de pueblos, energías que siendo extrañas al caos y la muerte, sean también capaces de construir, de organizar, de orientar. Esas energías coordinadas tienen que ser instrumentos de civilización, de cultura para superar la etapa del derecho de la fuerza y se imponga la razón, la justicia y la cordura.

 

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233