Por Eliécer Cárdenas
El poderoso emirato petrolero fue visitado por la comitiva presidencial, para persuadir a sus jerarcas a que miren hacia nuestro rincón latinoamericano, donde hay paz, por lo menos oficialmente, y tranquilidad casi absoluta, una vez que huelgas, paros y otros reclamos bulliciosos han desaparecido con el conjuro de un frotamiento de la mágica lámpara de Aladino
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Salvo los profesores de Geografía o Geopolítica conocen a ciencia cierta el país arábigo de Catar –o Qatar- a donde el Presidente de la República, Rafael Correa, fue recientemente en gira oficial a fin de atraer inversiones. Se conoce, superficialmente por cierto, que Catar es una de las mayores potencias petroleras del mundo, con una producción y unas reservas que han permitido al pequeño emirato situado en pleno desierto de la Península Arábiga, florecer con unas cuantas ciudades que parecen surgidas de unas “Mil y una noches” postmodernas y post industriales, cuyas torres de cristal y vidrio significan un oasis de moderna tecnología en el árido desierto.
Catar al parecer estaría interesado en invertir en Latinoamérica, y qué mejor, según el punto de vista oficial, que adelantarse a los deseos de su emir y jeques, como Sherezada en las “Mil y una noches”, para referir a los escépticos magnates sentados sobre alfombras, la magia de nuestro pequeño país, que también es petrolero pero que, en materia de “oro negro” es un bebé de pañales comparado al gigante árabe que derrama su crudo por los oleoductos del planeta.
Si Catar se anima a invertir, se ha dicho, habría una importante inyección de dólares frescos en nuestra economía tan necesitada de los billetes verdes porque somos un país sin moneda propia, pues la perdimos ignominiosamente tras el “Feriado Bancario” que licuó literalmente al sucre, nuestra moneda nacional, hasta volverla objeto de irrisión. De allí el interés gubernamental por visitar tierras lejanas, casi de fantasía, a fin de buscar inversiones, esto es dinero que pueda sembrarse en industrias, negocios, ciudadelas del conocimiento y mil realizaciones más a las que este Gobierno se ha acostumbrado y que
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sencillamente no pudiera pasarse sin gastar dinero, gastarlo bien se entiende, pero de todos modos gastarlo en demasía para nuestra pequeña economía.
Bien se ha dicho que hay que aspirar a lo grande si se quiere dejar de pensar en pequeño, y por ello Catar, el poderoso emirato petrolero, fue visitado por la comitiva presidencial, a fin de persuadir a sus jerarcas que usan túnicas y turbantes, para que miren hacia nuestro rincón latinoamericano, donde hay paz, por lo menos oficialmente, y tranquilidad casi absoluta, una vez que huelgas, paros y otros reclamos bulliciosos han desaparecido, o poco menos, con el conjuro de un frotamiento de la mágica lámpara de Aladino.
Ciertamente, algún mal pensado de la oposición pudiera objetar que por qué ir a esos países tan desérticos y distantes a procurar inversiones, cuando “arriba nomás” tenemos al gigantesco EE.UU. o cruzando el “charco atlántico” a la Europa de la señora Merckel y su modo de vida tan alto que una pequeña crisis lo perturba como una piedrecita arrojada en un estanque tranquilo. Sin embargo, la Unión Europea o los EE.UU. son países imperialistas con los cuales el trato debe reducirse a lo elemental. Y en cambio jeques, emires y damas con velo representan aún para nuestros ojos el exotismo del mundo no occidental que, suponemos, es menos duro y cruel en los negocios.
Ojalá que sea así y los emires de Catar, si se dignan invertir en nuestras tierras, no sean tan despiadados en recuperar con creces su inversión como gringos o alemanes, franceses o ingleses. Y que tampoco sean como los chinos, que sin ser occidentales al parecer se comportan en sus créditos e inversiones como el más codicioso capitalista rubio y de ojos azules.
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