Por Eugenio Lloret Orellana
José Arcadio Buendía, fundador de Macondo, llora como la lluvia añorando al Gabo. El torrencial aguacero sobre Macondo multiplicó los ríos en medio de miles de pescaditos de oro | |
Llueve en Macondo en medio de un vértigo de presencias invisibles de las siete generaciones de la familia Buendía. La fantasía está de luto por la muerte del Gabo y el aire ficticio está inundado de un cortejo de mariposas amarillas que vuelan incesantemente en torno de los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía y de la casa de Melquíades, ese gitano legendario, especie de Prometeo civilizador, benefactor de la familia, que dejó como herencia sus pergaminos indescifrables.
José Arcadio Buendía, fundador de Macondo llora como la lluvia añorando al Gabo. El torrencial aguacero sobre Macondo multiplicó los ríos en medio de miles de pescaditos de oro.
La estirpe de más de un siglo y medio de los Buendía, con Mauricio Babilonia a la cabeza, poblaron el cortejo fúnebre en medio de movimientos extraños de Úrsula, mujer de José Arcadio. Remedios la Bella había llegado de Aracatá acompañada de magos, gitanos, brujos y soldados mientras los niños permanecían suspendidos en el aire a la espera de Aureliano, el último de los Buendía.
Macondo está poblado de fantasmas. Prudencio Aguilar el primer muerto de la novela “Cien años de soledad” resucitó porque no pudo soportar la inmensa pena por la muerte del Gabo y porque definitivamente añoraba a los vivos.
En el funeral se escuchaba entre murmullos una serie de presagios, anticipaciones y profecías que anunciaban la vuelta a la vida del autor de Cien años de Soledad. En ese ambiente de tragedia griega era notoria la presencia de Úrsula Iguarán y sus hijos con colas de cerdos, que chillaban sin saber qué pasaba. Amaranta con su bis – sobrino José Arcadio, Rebeca, Pilar Ternera, se miraban a través de las paredes de espejos mientras ensayaban presagios clarividentes para hacer pasar por el cielo una fila luminosa de platillos anaranjados junto con Remedios la Bella.
El ataúd estaba cubierto con una capa de armiño de Santa Sofía de la Piedad en medio de perfumadas extrañas flores de colores desconocidos.
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Los Buendía, sus destellos de fantasía confundidos en el tiempo cronológico, intuyen su odisea vital y comprenden que la muerte, ese punto donde todo se sabe porque todo ya terminó, esa nada carente de acción, esa pura contemplación de lo que se agotó y jamás podrá ocurrir nuevamente.
Los Buendía derraman lágrimas de sangre porque saben que su protagonista en boca de Melquíades ha muerto definitivamente y ya no se repetirá nunca jamás esa muerte como acto imaginativo a través de presagios, barajas, ánimas y otros portentos sobrenaturales. De ahí los fantasmas que deambulan por cien años de soledad: morir es convertirse en ficción, en palabra legendaria, ser un sueño que el hombre arrastra entre sus sombras, completarse en la simultaneidad de un conocimiento abstracto, comunicado con la vida por medio de la imaginación de los mortales.
La muerte como recuerdo, como intuición del futuro, la muerte que es el iniciador del tiempo y el pulsador de lo real, es la antesala de la otra muerte, la nada que rompe el vínculo entre imaginación y realidad, para cavar un universo vacío, desolado, eterno, ante la ausencia de ojos humanos, la muerte como el olvido.
Todos los seres de Cien años de soledad, salvo Aureliano Buendía, el único que vive la soledad del hombre contemporáneo, que muchas veces fueron despertados por tráfago de los muertos, ahora empieza a comprender ante la ausencia de su creador que morir es fijar los rasgos de una mañana eterna, es caracterizarse en un más allá mítico, ser recogido como imagen en la humanidad que sigue, porque la ficción en que el hombre queda escrito después de muerto en el mismo espectro que cada cual creó con su dinamismo mientras vivía.
El padre Ángel se abre camino entre centenares de fantasmas en medio de una llovizna de flores amarillas que cayeron sobre Macondo, y cubrieron los techos en una tormenta silenciosa. Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro…
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