Por Marco Tello

Marco Tello
Las novelas iniciales “La hojarasca” (1955) y “El coronel no tiene quien le escriba” (1962) delinearon para siempre los rasgos seductores de su estilo y demostraron que la única forma de aprender a escribir es escribir y, por supuesto, leer; lo demás es cuento 
 

Hundido en el traje de campaña, el guardia apunta los datos personales del visitante.
 
-¿Lugar de nacimiento? –pregunta,  acercando el farol. 
 
-¡Aracataca!  -responde sin titubear.
 
El guardia miró al joven reportero con incredulidad y le dejó pasar. 
 
Comenzó así un viaje de cuatro meses tras la Cortina de Hierro. Por cierto, la Cortina era apenas un palo con un letrero en letras rojas (cuatro años después, en 1961, se levantó el Muro de Berlín). Esa excursión ha quedado registrada en las crónicas que Gabo envió a revistas de Colombia y Venezuela, en las cuales el paraíso socialista se muestra como un mundo gris, ruinoso, lúgubre, habitado por gentes taciturnas; un paisaje humano fantasmal muy similar al que había observado el andariego visitante en varios rincones olvidados de Colombia. Desde luego, igualmente falso le había parecido el apresurado esplendor urbanístico de Berlín Occidental, pues la atención del reportero rebasaba lo ideológico. Los textos seducen por una fuerza descriptiva que permite entrever una verdad que hoy es casi un lugar común: los espacios sociales que el ser humano se afana en construir son los mismos que luego lo modelarán por dentro y por fuera.
 
Tres años antes, en 1954, había escrito reportajes sobre la realidad política y social de algunas zonas del Caribe. Son entregas anunciadoras de un nuevo arte encaminado a cautivar a través de las imágenes. Allí están, en boceto, los ambientes y los personajes que pronto irán del periodismo a la literatura. La Marquesita de la Sierpe (marzo, 1954) es una española rubia e inmensamente rica. Dotada de poderes sobrenaturales, sale una vez al año a curar y a dar consuelo a los afligidos que habitan en sus vastas posesiones. ¿Será ella la soberana absoluta del reino de Macondo que en 1963 vendrá a morir en “Los funerales de la Mama Grande”? En 1955, el periodista colombiano envió una serie de crónicas exclusivas desde Roma y Ginebra. Se perfila en ellas el contraste entre el resplandor y la miseria en una Europa vista por el ojo asombrado del narrador latinoamericano. 
 
Relata, por ejemplo (agosto, 1955), un congreso mundial de testigos de Jehová que reunió en Roma a ocho mil turistas de todos los colores. No venían en pos de ver al Santo Padre, sino en pos de prepararse para el  fin del mundo.
 
Por fortuna, aquello no ocurrió, y el Gabo tuvo tiempo para adaptar a su experiencia periodística la estructura de las novelas iniciales, “La hojarasca” (1955) y “El coronel no tiene quien le escriba” (1962). Estas obras delinearon para siempre los rasgos seductores de su estilo, y demostraron que la única forma de aprender a escribir es escribir y, por supuesto, leer; y que lo demás es cuento. 
 
El autor se había alejado del mundo mágico natal y había viajado a la sombría Bogotá para cursar Derecho; pero nunca pudo sustraerse al encanto del Caribe multicolor de la infancia. Venció al aburrimiento de los códigos mediante la lectura; primero, la poesía universal, y luego la novela: los autores franceses, rusos, ingleses, norteamericanos, españoles. Leía en el recreo, en el patio, en el tranvía.  Kafka y Faulkner lo iluminaron bajo el cielo caribeño en noches interminables de bohemia en Cartagena y Barranquilla, donde el entonces vendedor ambulante de libros escuchó el llamado del bosque; es decir, el llamado de la vocación artística. Abandonó todo y se entregó a su destino.
Aventura estética tan singular, que en 1982 mereció reconocimiento universal, partió de “La hojarasca” y de “El coronel no tiene quien le escriba”, obra esta última que revela un temprano parentesco espiritual con el Quijote. En efecto, el coronel y su mujer asumen, cada cual, una actitud opuesta pero al propio tiempo solidaria frente al reto de sobrevivir. Tal como el héroe cervantino, el coronel se aferra a la ilusión, en tanto que la mujer procura devolverlo a la dura realidad. Pero ambos sobrellevan en secreto la misma incertidumbre. Y ni ellos ni el lector sabrán jamás lo que pasará el veinte de enero.
 
Una vez cerrado el libro, recordará el lector los nombres de los personajes, menos los del coronel y su mujer, quizás porque hay prototipos de la condición humana que no han de ser nombrados.
 
 

 

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