Por Marco Tello
Viene a la mente el escritor Frattinii cuando muestra al papa Esteban V lanzando al agua a las personas sospechosas, a finales del siglo IX. Si flotaban eran culpables y pasaban a la hoguera; si se ahogaban, eran inocentes y merecían un rezo
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Relata Heródoto, historiador griego, la venganza que se tomó la mujer de Jerjes, rey de Persia, cuando ordenó, cegada por los celos, que a la madre de la rival le cortaran los pechos, la nariz, las orejas, los labios, la lengua y que luego la enviaran de regreso a casa.
Ocurrió quinientos años antes de la era cristiana. Siglos después, la religión se institucionalizó alrededor de una gran ilusión y las ideologías se tornaron religiones. La sevicia contra el infiel o contra el rival rebasó entonces la crueldad provocada por los celos. A la hoguera siguieron los hornos crematorios y, en la actualidad, la masacre a control remoto. Son momentos episódicos de una ola de pavor que viene de muy lejos.
En efecto, mucho antes de que en el siglo XIII se estableciera la Inquisición, se mutilaba, se cegaba, se castraba. Las condenas servían para que el poder se afianzara castigando al pecador y disuadiendo a los opositores. Las víctimas provenían en buena parte de los sectores sociales vulnerables, entre ellos, las mujeres, los judíos. Considerada como instrumento del demonio, la mujer era inculpada aun por los abusos que cometían contra ella los varones. ¿Cómo establecer la culpabilidad o la inocencia? Viene a la mente el escritor Frattinii cuando muestra al papa Esteban V lanzando al agua a las personas sospechosas, a finales del siglo IX. Si flotaban eran culpables y pasaban a la hoguera; si se ahogaban, eran inocentes y merecían un rezo. Dos siglos antes, el papa Zacarías había condenado el bestialismo, es decir la relación carnal con animales, entre ellos los judíos. Ni los difuntos estaban libres de sospecha. Exhumado el cadáver del papa Formoso, lo acomodaron en el trono para que asistiera al proceso. Concluido el juicio, le cortaron los dedos con que había bendecido, y el cadáver putrefacto, atado a la cola de un caballo, fue arrastrado por las calles hasta el Tíber.
En los primeros siglos de nuestra era, se afincaron los principios de una nueva cultura sobre la base de una religión que imponía otras creencias y, por tanto, como ya se dijo, otras ilusiones. Una de ellas, aspiraba a la perfección espiritual renunciando al mundo y reprimiendo el disfrute de los sentidos.
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Pero era un ideal diseñado para una sociedad dominada por varones. La mujer no contaba; al contrario, ese ideal representó para ella menosprecio y crueldad al ser mirada como fuente del pecado. Se quiso legislar contra el desenfreno, en especial el de los eclesiásticos, sin medir las consecuencias que sufriría con ello la mujer en francas o veladas actitudes discriminatorias que perduran en el inconsciente colectivo.
El temor infundado hacia la mujer devino en execración. A comienzos del siglo X, el monje benedictino Odón de Cluny (879-943) infamaba ante los hombres el cuerpo femenino con estas palabras citadas por Ferttinii: “La belleza solo está en la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, como se dice que puede ver el lince de Beocia, se entristecerían de horror a la vista de las mujeres. Toda esa gracia consiste en mucosidades y sangre, en humores y en bilis...”. Aunque destinadas a predicar contra la depravación de su época, las palabras del santo francés consagran la discriminación, puesto que también la piel de los varones recubre la misma vil materia.
Aquella obcecación hizo creer que la perfección espiritual estaba reñida con la imagen corporal de la mujer. Había que desprenderse de ella como de un objeto desechable y tomar por el camino de la salvación, alumbrado por la fe. “Amabas más la salvación de tu alma que a mí. A tu alma, que antaño encontrara reposo en mí, era a quien querías salvar”, increpa con irónica finura Floria Emilia a su antiguo compañero en el lecho, Agustín, obispo titular de Hipona en el año 397, según novelaba Jostein Gaarder en su hermoso libro “Vita brevis”. Se trata de una supuesta carta escrita por la amante abandonada, herida aún, cuyas confesiones íntimas responden con entrañable franqueza a las “Confesiones” del futuro santo. Afortunadamente, los tiempos han cambiado. La mujer se desempeña igual o mejor que el varón en todos los espacios de poder; sin embargo, no habrá perdido vigencia la hondura reflexiva con que defiende su identidad, su libertad, la Floria Emilia de Gaarder, ni la forma en que rechaza el sometimiento del destino humano a una abstracción.
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