Por Julio Carpio Vintimilla
No hay en el mundo un país serio y bien organizado que viva sin un buen ejército. El ejército no sirve solamente – como se cree – para defender las fronteras de un país. Sirve, principalmente, para mantener la integridad de un estado… No la ocasional existencia o persistencia de un gobierno o una administración |
La clase dirigente ecuatoriana del siglo XX solía tener una mentalidad intelectualista y algo aristocratizante. (No, precisamente, intelectual elevada; ni, exactamente, aristocrática. Hay que señalar el hecho, aunque resulte bastante obvio.) Y, en lo político, solía mostrar un marcado sesgo abogadil. Como todas las mentalidades, ésta llevaba, más o menos necesariamente, a unas consecuencias prácticas. Y, así, se daba, por ejemplo, el caso – algo especial y un poco extravagante – de cierto rechazo, común y extendido, a la profesión y a las actividades militares. (Paradójicamente, a contrapelo de la sobrevaloración de los próceres de la Independencia; y del militarismo de facto, más o menos crónico, que estos impusieron a sus contemporáneos y legaron a la posteridad.) Al efecto, la clase alta – más bien conservadora o liberal – soportaba, con paciencia y resignación, las pretensiones y exageraciones de los sacerdotes. Pero gozaba, en cambio, al denostar o ridiculizar, acrítica y perversamente, a los militares. (Brutos, tontos, ociosos, inútiles…) ¿Eran tales actitudes insensatas e impolíticas? Ciertamente. La desastrosa Guerra del 41, con el Perú, demostró la trágica inadecuación de semejantes formas de pensar y de proceder. Pero, igual, la clase alta ecuatoriana no aprendió la dura lección. Persistió en sus errores y disparates. Y, por ello, aún hoy, salta por ahí algún espontáneo defensor del intelectualismo inveterado y del supuesto “pacifismo costarricense”. ¡Cosas nuestras!
En un país normal, -- el nuestro ciertamente hace mucho que no lo es – nosotros no tendríamos que explicar ni defender la importancia de lo militar. Aquí, debemos hacerlo. Digamos – para empezar – que no hay en el mundo un país serio y bien organizado que viva sin un buen ejército. Es que el ejército no sirve solamente – como se cree – para defender las fronteras de un país. Sirve, principalmente, para mantener la integridad de un estado. (Atención: No la ocasional existencia o persistencia de un gobierno o una administración. La cubanización – suprema exageración militarista – es una enfermedad social; es la enfermedad del totalitarismo…) Es decir, un estado sano y vigoroso debe cuidar y mantener su imprescindible monopolio de la fuerza; lo que, en últimos y reales términos significa preservar la existencia misma de una sociedad en funciones. Está claro: Sin fuerza coactiva, no puede haber ley efectiva. (Al faltar aquella se diluye y debilita el contrato social. Recuérdese que un estado fallido es aquel que pierde los esenciales controles civiles. Aquel en que, por ejemplo, aparecen los sediciosos, los paramilitares, las mafias poderosas, las “republiquetas”… Un ejército en trance de liquidación – como el actual argentino – está, por supuesto, en las vías del estado fallido.) Y, para formar un ejército, ciertas personas – con la vocación respectiva – deben prepararse. Y, al hacerlo, deben renunciar, por lo menos temporal y parcialmente, mientras se están formando – a su racionalidad y a su libertad. Y deben aceptar, en cualquier momento, una vida austera, disciplinada y peligrosa. Deben, pues, sacrificarse por el bien de la comunidad. Y eso es eso; así de duro, así de significativo, así de alto…En definitiva, en un país con un verdadero sentido militar – como Chile – estas razones se entienden y estas necesidades se atienden. Al revés, en un país militarista, -- como el Ecuador – estas razones suelen oscurecerse y estas necesidades se descuidan.
Nuestro país nunca supo aprovechar las posibles alianzas. Si el Ecuador hubiera respaldado a Colombia en el conflicto de Leticia, otra habría sido la historia de nuestro propio conflicto con el Perú. Leticia fue la última oportunidad que tuvimos para revertir tantos errores… |
Y, en éste punto, hay que ver las condiciones que rodearon a lo estrictamente militar. Nuestro país nunca supo aprovechar las posibles alianzas. Si el Ecuador hubiera respaldado a Colombia en el conflicto de Leticia, otra habría sido la historia de nuestro propio conflicto con el Perú. Leticia fue la última oportunidad que tuvimos para revertir tantos errores… Y, sobre todo: Si hubiéramos mantenido una duradera y buena alianza con Chile, le habríamos contenido muy eficazmente al Perú. Pero no… Los ecuatorianos siempre fuimos ingenuos en la política internacional y en la diplomacia. (El revelador colmo: Borja cometió la increíble tontería de declararle persona no grata a Pinochet, cuando éste realizaba una visita privada al Ecuador… Es sabido que Pinochet siempre fue un gran amigo de nuestro país. Borja fue, en tal circunstancia, incapaz de distinguir entre los permanentes intereses ecuatorianos y sus propios y pequeños prejuicios ideológicos. ¿Qué tal?) ¿Y qué decir de nuestra actitud ante la demanda peruana a Chile en el Tribunal de La Haya? Lo más conveniente, para nosotros, ¿no era apoyar la posición chilena? (Aunque sólo hubiera sido para fortalecer nuestro propio poder de negociación.) Ahora, tendremos que esperar que nuestro artificioso acuerdo bilateral con el Perú sea lo suficientemente confiable. Y que la “salomónica” sentencia de La Haya no traiga nuevas y molestas secuelas”. Si no es así, en lo tarde, podríamos arrepentirnos…
Terminemos. Estas reflexiones se han hecho porque, otra vez, hoy día, se malcomprende, se relativiza, se utiliza y, hasta, se menosprecia a nuestras fuerzas armadas. Esto es algo lamentable… Bueno, señores, – opinión pública sobre todo – pensemos bien. Nadie nos defenderá y protegerá a nosotros, si nosotros mismos no sabemos defendernos y protegernos… Y pensemos bien, para no volver a repetir la poco conocida, mal entendida y muy triste historia. La triste historia militar nuestra, que aquí acabamos de resumir.