Por Marco Tello
Egon consiguió revalidar los estudios secundarios y graduarse en el colegio “Benigno Malo”. Su fecunda existencia, que va por los 92 años, honra al plantel que celebra el sesquicentenario de fundación
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Tras larga espera, entraba el profesor con su abanico de hojas amarillas y se ponía a dictar clase a unos alumnos asimismo trasnochados. Es una de las impresiones que Egon Schwarz conserva de su paso por las aulas de la Universidad de Cuenca en 1948. (“Años de vagabundeo forzado”, México, D. F., EÓN, 2012).
Tenía 26 años cuando llegó al Ecuador. Vino a Cuenca en calidad de refugiado para reunirse con sus padres, judíos austro-húngaros escapados de la persecución nazi. Oskar, el papá, había traído de Viena la afición al pincel y confió algunos cuadros suyos a la Casa de la Cultura. Egon consiguió revalidar los estudios secundarios y graduarse en el colegio “Benigno Malo”. Acto seguido, el flamante bachiller se matriculó en Derecho y decidió probar suerte enviando al exterior sus documentos académicos (idiomas, traducciones, ensayos, alguno de ellos en “La Escoba”).
Debía su autoformación a una vasta experiencia de proscrito. En la infancia, Viena ya no era la capital esplendorosa, musical, acunada por el Danubio. La primera guerra mundial había arruinado a la antigua ciudad universitaria, románica, gótica, barroca, neoclásica. Atestada de menesterosos y enconada por el odio antisemita, Viena había añadido a esos desastres la anexión al III Reich, en 1938. Cumplía 16 años nuestro protagonista cuando la familia decidió huir de la demencia hitleriana.
Los Schwarz evadieron las redadas y lograron viajar de contrabando a Praga, donde consiguieron pasaportes para Bolivia. Volaron a París y luego abordaron en la costa francesa el “Orduña”, enorme barco negro en cuya tercera clase se apiñaba lo que el fascismo consideraba escoria humana. Tocaron las Bahamas. De pronto, iluminaron el navío los colores de Jamaica y después la blancura indescriptible de La Habana. Más allá de los vientos del Golfo, la imaginación atisbaba el perfil del continente. Egon aprovechó el viaje a fin de practicar el español con un artista republicano que huía de Franco.
En Bolivia gobernaba Germán Busch. La revolución era en aquella época un entretenimiento nacional.
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Un militar ganaba el palacio de gobierno y otro militar venía, lo echaba por la ventana o lo colgaba de un poste. Egon vivió seis años en ese país y pudo descifrar las causas principales de la miseria andina: los prejuicios coloniales, las guerras inútiles, la sumisión a las compañías extranjeras.
Las diferencias de clase parecían insalvables. Aunque poco podía hacer un judío para sobrevivir, algunos emigrantes visionarios emprendieron negocios inconcebibles en otra parte del mundo; traían, por ejemplo, un barco colmado de objetos bendecidos por el Papa y los vendían en las calles como pan caliente. Egon había entrado de obrero en una fábrica textil; pero luego se colocó, por obra del azar, en el Instituto de Arqueología y Prehistoria, en medio de antigüedades, osamentas, libros raros que él debía resumir en varios idiomas. Tenía 19 años. En aquel desorden, descubrió su inclinación humanista. Fue después a Cochabamba y se quedó largo tiempo en un empleo dándole vueltas a una manivela mientras leía a Marx. Frustrado mercader, anduvo por la región de Sucre con las telas al hombro. Tres años trabajó en Potosí, en el infierno de las minas de estaño, que ardía alimentado con vidas humanas; pero –otra vez el azar- en ese pueblo perfeccionó el inglés y devoró trescientos volúmenes sobre literatura, historia, cultura universal.
La voluntad de vivir lo empujó a Chile; atravesó buena parte de Colombia y vino al Ecuador. Los documentos enviados desde Cuenca surtieron efecto, pues le ofrecieron un puesto de profesor de alemán en EE. UU. Viajó, estudió en Ohio State University y obtuvo el doctorado, cinco años después. Se apasionó por la Filología; fue profesor en Washington University y en Harvard. Volvió a recorrer el mundo, ya no como judío errante sino invitado por universidades y academias. Uno de sus libros es esta autobiografía fascinante, testimonio de gratitud hacia la vida, una lectura por la cual agradecemos a Claudio Cordero Espinosa, su compañero y amigo.
La fecunda existencia de Egon Schwarz, que va por los 92 años, honra al colegio que lo graduó de Bachiller, plantel que celebra el sesquicentenario de fundación.
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