Por Eliécer Cárdenas
El agua para los pueblos originarios ha tenido un valor sagrado, cósmico, ligado a la Pacha Mama. Esta visión cosmogónica fue objeto de aprovechamiento de castas caciquiles para el manejo del micro poder comunitario
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En una rápida sesión del pleno, la Ley de Recursos Hídricos, mejor conocida como Ley de aguas, fue aprobada con los votos de la mayoría de PAIS y sus aliados, saldando así una controversia de vieja data para el Gobierno, entre su proyecto y los cuestionamientos de sectores de oposición como Pachakutik y la CONAIE, principalmente.
El propósito del Régimen es el de racionalizar el uso y aprovechamiento del recurso, pero lógicamente de acuerdo a la visión oficial de controlar tan valioso bien estratégico, no solamente con el plausible objetivo de su racionalización para finiquitar la anarquía y multiplicidad de gestores que había en cuanto al uso y aprovechamiento del agua, sino para restar poder a organizaciones campesinas e indígenas, que del uso del agua en sus respectivos territorios hacían un eficiente instrumento de control social. Esto no es reciente sino de vieja data, tan antigua como los usos del agua en los pueblos andinos, cuyas civilizaciones fueron, según algunos estudiosos, eminentemente hidráulicos, esto es asentadas en la potestad de distribuir el agua para riego o funciones sagradas que incidían en la reproducción social y su ordenamiento.
El problema del agua, por lo tanto, no es simplemente un mecanismo sujeto a la racionalidad occidental, sino que para los pueblos indígenas u originarios, siempre ha estado revestido de un valor sagrado, cósmico, ligado a la Pacha Mama. Sin embargo, esta visión cosmogónica del agua fue en el mundo andino objeto de aprovechamiento de las castas caciquiles, y hasta nuestro tiempo, las modernas organizaciones comunitarias disponían de un poder discrecional de concesión de las aguas para el manejo de las estructuras del micro poder comunitario.
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Justamente, uno de los principales reparos de comunidades campesinas e indígenas a la nueva ley es que, aparentemente, esta les quitaría la facultad de administrar el uso y aprovechamiento del agua, como uno de los mecanismos tradicionales de poder local.
El Gobierno, consciente de esta particularidad, ha tomado bajo su control el recurso, lo cual sin duda incrementará el poder e influjo del estado y sus organismos en las comunidades rurales y, de paso, “quitaría piso”, por así decirlo, al poder de las organizaciones campesinas e indígenas. De allí la clave, o una de ellas, cuando menos, de la larga disputa entre las organizaciones indígenas de oposición y el Gobierno, aunque por cierto existen otros factores de fricción, como el agua y su uso frente a la explotación minera, la contaminación generada por plantas fabriles, la destrucción de ecosistemas como los humedales y páramos, etc.
Sin embargo, por ahora, el Gobierno y su incontrovertible mayoría en la Asamblea lograron una victoria. Falta saber qué margen de autonomía y manejo dejará la ley y sus respectivos reglamentos a las comunidades en cuanto al manejo del recurso, al cual tienen derecho en tanto organizaciones reconocidas por la Constitución y las leyes respectivas, y además por los usos ancestrales que la Carta de Montecristi defiende. El manejo del agua es un poder nada desdeñable, no solamente en la economía campesina, sino en la vida de toda sociedad, de allí el interés estratégico del Gobierno de la “Revolución Ciudadana” por tomar bajo su control este recurso, desperdigado en infinidad de oganizaciones. Racionalidad, por un lado, pero también una acentuación del control estatal en todos los poros de la vida social.
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