Por Julio Carpio Vintimilla

 

Las revoluciones sociales suelen ser consideradas las revoluciones por antonomasia.
En definitiva, sólo hay dos de ellas: las liberales y las socialistas, las unas libertarias, las otras igualitarias
 
 
Ha conocido usted a un revolucionario socialista? ¿Sí? Bueno, entonces, habrá advertido usted, seguramente, que el tal cree pertenecer a una clase especial y superior de personas. ¿Y por qué? Pues, porque él cree que dicho sustantivo -- al cual atribuye unos extraordinarios y casi milagrosos poderes -- lo eleva, lo dignifica, lo exalta… ¿Vanidad, ingenuidad, liviandad? Claro que algo de eso hay. Pero, sobre todo, --como casi siempre en casos semejantes -- la pretensión se explica por un trasfondo de fe. Queremos decir que un notorio componente seudoreligioso está detrás del concepto político. Es decir, el revolucionario social, con mucha frecuencia, es una especie de creyente, de mesiánico… Valga la digresión como un necesario preámbulo. Y avancemos. Vayamos, derechos, de lo parcial y particular a los pertinentes procesos colectivos.
 
Hay revoluciones de varias clases. Algunas – muy transcendentes – han pertenecido a la clase conceptual. Es decir, han producido un grande, o grandísimo, cambio en la mentalidad humana o social. La primera de ellas fue la revolución religiosa; el cambio, bastante largo, que partió del animismo y llegó al monoteísmo. Otra fue la revolución racional; el formidable aparecimiento de la filosofía en la antigua Grecia. Una tercera fue la revolución geográfica; que demostró definitivamente la redondez de la Tierra. Una cuarta fue la revolución copernicana, que demostró la existencia del Sistema Solar y llevó, con el tiempo, al descubrimiento del Universo. De la misma clase, – en mayor o menor medida – han sido la revolución darwiniana, el descubrimiento de los cambios en las formas de la vida animal; la revolución einsteiniana, el descubrimiento de la relatividad de la materia; la revolución freudiana, el descubrimiento del subconsciente humano, etc.
 
Otras – más transcendentes aún que las anteriores, por sus consecuencias prácticas – han sido de la clase de las tecnológicas. Enumeremos, aquí, a la revolución artesanal, la fabricación de las primeras herramientas; a la revolución metalúrgica, el uso del cobre, del bronce, del hierro; a la revolución agrícola, el inicio de los cultivos y la cría de los animales; a la revolución urbana, la concentración y la organización civil de grandes grupos de hombres. De éstas, la revolución industrial, en sus diferentes etapas, ha constituido el proceso más transformador de toda la historia de la humanidad.
 
Las revoluciones sociales se pueden definir bien por el lado de su violencia.
Creemos que fue Aristóteles quien dijo que, si se quiere ver bestias salvajes, no es preciso ir al África… Basta tener la mala suerte de encontrarse en un país en revolución. Y es muy famoso aquello – aplicado a la Revolución Francesa – de que la revolución es una madre caníbal:
se come a sus propios hijos… 
Unas terceras son las revoluciones sociales. De manera explicable, – pero no cabalmente justificable – éstas suelen ser consideradas las revoluciones por antonomasia. En definitiva, sólo hay dos de ellas: las revoluciones liberales y las revoluciones socialistas. Las unas, libertarias; y las otras, igualitarias. Las revoluciones fascistas – jerárquicas – son, por hoy, ya algo del pasado. Y las actuales revoluciones populistas latinoamericanas son una mezcla, muy variable, de las tres mencionadas. (Con el agregado de ciertos componentes autóctonos y nacionalistas.)
Las revoluciones sociales se pueden definir bien por el lado de su violencia. Creemos que fue Aristóteles quien dijo que, si se quiere ver bestias salvajes, no es preciso ir al África… Basta tener la mala suerte de encontrarse en un país en revolución. Y es muy famoso aquello – aplicado a la Revolución Francesa – de que la revolución es una madre caníbal: se come a sus propios hijos… Pero fue Toynbee quien – con una definición sui generis – lo explicó mejor: La revolución es una némesis retardada, cuya violencia es proporcional a su retardo. Esto debe explicarse. Hagámoslo.
 
Según el gran historiador inglés, los mundos naturales y sociales son siempre cambiantes. E interactúan entre ellos. El medio natural le ofrece al hombre una incitación, una posibilidad. Y el hombre debe tener, en forma oportuna, una respuesta. Si es así, se va manteniendo la interacción. Si no, ésta se interrumpe. Y, entonces, la respuesta demorada deberá ser necesariamente más efectiva, más enérgica. En adecuadas, y muy conceptuales palabras, si no se mantiene una evolución constante, en algún momento, será necesaria, una reforma. Y, si la respuesta se demora aún más, será necesaria una revolución… Ejemplifiquemos, aquí, con la misma Revolución Francesa. Las monarquías habían impedido persistentemente el ascenso de las clases burguesas; hasta el punto que debieron llegar los terribles eventos de la sublevación general y la guillotina; y luego, Napoleón… La violencia es, pues, inevitable en casi todas las verdaderas revoluciones sociales. Y prácticamente todos lo reconocen.
 
No ocurre lo mismo con el lado transformador de las revoluciones. Hay mucha discusión al respecto… De hecho, un muy buen número de evoluciones y reformas han sido mucho más transformadoras que aquellas. (Es evidente que Suecia, Suiza, Canadá o Nueva Zelandia han logrado, para sus pueblos, condiciones sociales muy superiores a Rusia, China o México.) La gran excepción a esta regla es la revolución liberal; que creó la democracia occidental moderna; y que, como un proceso muy amplio, aún hoy sigue avanzando y transformando el mundo. Las revoluciones socialistas, en cambio – procesos originados en ideologías equívocas, utópicas e inaplicables – fueron, en el siglo XX, enormes y costosísimos experimentos; y estruendosos y muy lamentables fracasos. (Gorbachov – con honradez y valentía – lo reconoció.) Y, en nuestra América Latina, la Revolución Cubana resultó ser, en último término, una auténtica y real involución. (Le cerró a Cuba su inicial marcha hacia el desarrollo; fue, usando en otro sentido el título de Sartre, un verdadero y auténtico huracán sobre el azúcar… Una catástrofe histórica. Cuba no necesitaba una revolución social; necesitaba solamente una buena reforma democrática.) ¿Y cuánto avanzó México con su revolución? ¿Y Bolivia – con dos revoluciones a su haber – no sigue siendo acaso uno de los países más pobres y subdesarrollados de la América del Sur?
 
La revolución socialista, pues, -- dejando de lado la parte metafórica del concepto – es sólo un literal dar la vuelta, un circunvalar, un girar; en muchos casos, nada más que sobre su propio eje… En palabras ordinarias, es la tortilla que se vuelve, sin dejar de ser tortilla. Entonces, en ningún sentido, -- ni siquiera en el etimológico -- ésta revolución es superior a la evolución y la reforma. (Marcha continua y cambio de forma, respectivamente.) ¿Se justifica, en consecuencia, la ingenua arrogancia de los revolucionarios? No, señor. Pero, no importa. Seguirá habiendo revolucionarios socialistas impenitentes; porque siempre habrá quienes crean en los prodigios sociales y políticos. Y siempre habrá quienes crean en la magia de las palabras y en el poder transformador de unos simples distintivos de colores.
 

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