Por Marco Tello
Cuando murió la madre, fue negada la petición para acudir al funeral. Rechazaron, diez meses después, el permiso para darle el último adiós al primogénito, Thembi, muerto en un accidente
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Una promesa da inicio al volumen “Conversaciones conmigo mismo” (cartas y documentos de Mandela durante 27 años en prisión): “… jamás, en ninguna circunstancia, diremos nada malo del otro”. El otro era el compañero de cárcel, pero también el juez, el guardia, el carcelero. Libres de rencor, algunas cartas relatan con emoción los raros momentos en que un preso era tratado como ser humano. Este apego a valorar lo positivo ennobleció la lucha de Mandela contra la segregación racial. En una de las cartas a su hija Zindzi, le exhorta a no pensar mal del magistrado por su trato tan mezquino; probablemente –afirma-, es un hombre bueno que, con las manos atadas al sistema, solo cumple su deber. Cuando cambie el sistema, tendrá oportunidad de servir bien a sus compatriotas. Nos sentaremos juntos alrededor del fuego –promete- y conversaremos con alegría. Incluso podríamos invitarle al magistrado a cenar -dice.
Por fortuna, no había prohibición para que el penado meditara y escribiera cartas. Sabía que no todas llegarían a su destino; sin embargo, era un modo de creer que mantenía contacto con el mundo, aparte de que le permitía ordenar las ideas y ponerlas por escrito. Tampoco recibía todas las cartas llegadas desde afuera, pues era normal que se extraviaran en manos del censor. Aun las enviadas por los seres íntimos debían ser leídas delante del carcelero y ser devueltas no bien apareciera la línea final.
No hace falta mucho detalle para imaginar las condiciones carcelarias. Las celdas individuales carecían de desagües, aunque había unos cubos que se usaban durante la noche. Muy por la mañana, chirriaban las puertas para que los prisioneros salieran a vaciarlos. Poco importaba si en ocasiones había que limpiar el cubo ajeno.
Cuando murió la madre (1968), fue negada la petición de Mandela para acudir al funeral. Rechazaron asimismo, diez meses después, la solicitud de permiso para darle el último adiós al primogénito, Thembi, muerto en un accidente a los 24 años de edad.
En 1987 decidió proseguir los estudios de derecho desde la prisión.
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Pidió que le exoneraran de latín, materia aprobada en 1938 y 1944. A los 69 años lo he olvidado prácticamente todo y sería muy arduo retomarlo, confesaba, alegando que era abogado y había ejercido 9 años la profesión; de modo que no se le exigiría latín si reanudara la abogacía, lo cual era impensable, puesto que se hallaba condenado a cadena perpetua.
Luego del extenuante trabajo cotidiano, estaba permitida la lectura. Fuentes de inspiración fueron para Mandela los textos clásicos; los griegos, en particular. Interpretó a Creonte en la representación de “Antígona”, dentro del presidio. Admiraba la literatura inglesa, sobre todo a Shakespeare. Sabía, pues, de qué hablaba cuando decía: “… no podemos vivir sin la cultura occidental”, pero tampoco sin las raíces ancestrales: “Durante todo mi tiempo en prisión, mi alma y mi corazón han estado siempre en un lugar muy lejos de este sitio, en la sabana y el monte. Sobrevivo gracias a todos los recuerdos y experiencias de los campos en los que cuidaba al ganado, cazaba, jugaba”.
Su lucha indeclinable contra el apartheid, el clamor popular y la presión internacional consiguieron liberarlo en febrero de 1990. Tres años después recibió el Premio Nobel de la Paz. En mayo de 1994 fue elegido Presidente de la nueva Sudáfrica. Tenía 76 años de edad y gobernó sin asomo de resentimiento, con absoluta convicción democrática. Gozaba, pues, de reconocida autoridad para aconsejar: “Es un error grave por parte de cualquier líder mostrarse hipersensible ante la crítica, dirigir los debates como si él o ella fuera un profesor de escuela que habla a unos alumnos menos informados e inexpertos”.
A siete kilómetros de Ciudad del Cabo se divisa Robben Island. Allí estuvo la prisión donde encerraron a Mandela durante dieciocho años, en vano intento por apagar su fe en el ser humano y doblegar su voluntad. La isla había sido antiguamente una colonia de leprosos, un espacio de apenas seis kilómetros cuadrados. “Un diminuto montículo de piedra caliza, yermo, azotado por el viento, y atrapado en el cono aluvial de la fría corriente de Benguela. Mi nuevo hogar”, describía el prisionero, al llegar. Ese diminuto montículo de piedra caliza ilumina hoy al mundo entero, y es Patrimonio de la Humanidad.
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