Por Eugenio Lloret Orellana
El concepto ha sido tergiversado con un sentido estrecho por seudo redentores que han ahondado las diferencias de los pueblos en el campo político, haciendo problemática la unidad nacional
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La Provincia del Azuay, región más que provincia, con una superficie equivalente a 9.627 kilómetros con un sosiego geográfico de verdor espléndido, fue asiento de viejas culturas aborígenes y entre ellas la cultura cañari, que tuvo su apogeo antes y en la hora de la invasión incásica.
En lo toponímico, Azuay – según el P. Julio María Matovelle – significa: licor o lluvia del cielo. Es un término cañari, que se descompone así: Azua, chicha o licor; y, el sufijo ay, que quiere decir: lo de arriba, lo del cielo.
En las Geografías antiguas se llamó Distrito del Azuay a las provincias de Cuenca y Loja. Durante la época colonial fue una enorme región, tanto en lo civil como en lo eclesiástico, ya que su territorio – a raíz de la creación del Obispado de Cuenca, en 1777 – abarcaba toda la Región Austral y Sur del Ecuador y parte de las actuales provincias de Chimborazo y Guayas y toda la extensión del Oriente Amazónico.
En la época de la Independencia se denominó Distrito del Sur y durante la Gran Colombia el Azuay fue un gran Departamento, con su capital, la ciudad de Cuenca. Cuando se proclamó la Independencia el 3 de Noviembre de 1820, se denominó el suceso histórico como “ Independencia de las Provincias Azuayas “. Al tiempo de la formación de la República, el Azuay, tanto como Quito y Guayaquil, sirvieron de base para la división política territorial de la República del Ecuador.
Tradicionalmente se ha llamado Región del Austro a la nuestra y, junto con ella, a las actuales de Cañar, Loja, El Oro y Morona Santiago. Pero afanes de índole regionalista se han encargado de ir borrando este concepto redentor para el progreso y que, en lugar de desaparecer, se torna más agresivo, animado por la demagogia política y las falsas promesas de redención provincial.
La división natural en regiones: Costa, Sierra, Oriente e Insular, ha creado – desde sus orígenes – el regionalismo, que visto desde su lógico sentido lexicográfico, tal como lo define el Diccionario de la Academia
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como “ amor o apego a determinada región de un Estado y a las cosas pertenecientes a ella “ en su segunda acepción, lo que implica notas peculiares, propias de sus habitantes y que forman la base y el sustento de su idiosincrasia. El regionalismo – por lo tanto – debiera mantenerse bajo este concepto porque define el alma de cada región. En cambio, este mismo concepto – el regionalismo – ha sido tergiversado a lo largo del acontecer histórico nacional y se lo ha falsificado, dándole un sentido estrecho, por obra y gracia de seudo redentores y regionalistas que con su actitud sectaria han ahondado las diferencias de unos pueblos y otros para llevarlas al campo político y volver problemática la tan decantada unidad nacional, y vemos, cómo de manera insólita afloran y surgen disputas caseras llenas de rencor, con la presencia amenazante de la autoridad provincial en torno a pequeñas extensiones del territorio entre parroquias vecinas y colindantes entre una y otra provincia, como si en ello se empeñara el honor nacional.
Talvez con la intención de combatir el regionalismo de características negativas o de preservar el sentido de unidad nacional se pensó alguna vez en una división por zonas de Oriente a Occidente, idea que no encontró jamás apoyo alguno. Esa fórmula que fue planteada en un Congreso Nacional, se basaba en la antigua división de la Audiencia de Quito que consistía en tres regiones: Sierra norte, Sierra sur y Costa, zonificación horizontal del Ecuador pero que definitivamente quedó relegada por obra del regionalismo alentado por políticos sin ideología.
En nuestro caso, la Región del Austro ha existido únicamente en el papel, pues, en la práctica no ha tenido una vida real como unidad geográfica, económica, política y cultural. Al contrario, por celos mutuos y afanes regionalistas de estrechas miras ha llevado al Austro ha subdividirse en regiones distintas para seguir siendo dependientes de un centralismo a ratos intransigente e intolerante.
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