Por Marco Tello
Tiene aspecto de difunta y casi no respira. Por precaución le habían retirado contra la voluntad la dentadura; en fin, sólo habían de esperar a que muriera para poder enterrarla…
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La renta de la casa sufragará los gastos de la afección cardíaca, dadas las severas advertencias a lo largo del año. Debía hallarse en buen estado para salir de paseo por Europa, ilusión que a veces retarda el arreglo de valijas para el viaje postrero. Con la venta de su parte en la hacienda comprará un departamento a orillas del río, y pronto estaría entre las parejas que se internaban con sus perros pastores en la arboleda. Y, por supuesto, algo le quedará para endeudarse en un vehículo del año.
Allí terminaron las cuentas de don Aurelio esa noche de diciembre, muy seguro de que recibiría el mejor de los regalos, desde luego, si era cierto lo que acababan de anunciarle. Por un momento, volvió a abrigarle el corazón el recuerdo de una antigua melodía navideña:
Ya viene el Niñito
jugando entre flores.
No era para menos. A las ocho había sonado el teléfono y la voz entrecortada del concuñado le informó que la suegra, doña Mercedes, estaba en agonía.
-Pero si tiene ochenta y seis años recién cumplidos –respondió en el tono lastimero que no ocultaba la aversión que compartía con doña Mercedes.
-Es en serio –advirtió el concuñado, en tono conciliador-. Tiene aspecto de difunta y casi no respira. Agregó que por precaución le habían retirado contra la voluntad la dentadura; en fin, que sólo habían de esperar a que muriera para poder enterrarla.
La noticia le tomó desprevenido a don Aurelio. Lo primero que debe procurarse un jubilado –aconsejaba a los amigos- es un traje para los velorios. Pero esta vez tenía que pensar en los funerales de la suegra, cuya suerte se anunciaba tan promisoria. Dio en el guardarropa con un traje más o menos olvidado. No era negro, por supuesto; pero podría parecerlo si el deudo evitaba la luz de los neones. Tomó el saco; lo limpió por las mangas y los hombros ya brillosos; estornudó con escándalo, afectado por el vaho que emitían las texturas; avanzó después a las solapas y esparció en la superficie unas pequeñas lunas grises.
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Rebuscó entre las pertenencias en pos de la corbata y se esmeró en rescatarla a toda costa de la mugre. Examinó el estado de la camisa, deteniéndose en el cuello y en el borde de los puños. Cerca de la medianoche, terminó de adecentar todas las prendas, incluidos los dobleces del pañuelo de bolsillo.
El traje se veía tan flamante que don Aurelio no resistió al deseo de probárselo. Las rayas del pantalón apuntaban con elegancia a las punteras, y la camisa blanqueaba bajo el efecto de la penumbra; se anudó y desanudó la corbata, calculando que cayera a la altura de la moda.
Solucionado el problema del atuendo, a nuestro personaje no le quedó sino esperar a que volviera la voz del concuñado. Encendió la lámpara de noche y, a poco de cavilar sobre el destino de la herencia, se durmió profundamente con las ropas puestas, de medio lado, algo reclinado sobre el estómago, pero con las manos crispadas a la altura del corazón. Fue así como lo encontraron a la mañana siguiente, cuando forzaron la puerta de la habitación y comprobaron que don Aurelio estaba muerto. Lo acomodaron sin dificultad en el ataúd comprado a la medida de la suegra, no totalmente convencidos de que estuviera muerto. Era un muerto ordinario, pero bien peinado, el terno reluciente; el cuello y el pañuelo de bolsillo impecables; las solapas ligeramente arqueadas por la presión del cuerpo inerte.
-He conversado con él hace unas horas. ¡Es increíble! –comentó el concuñado.
-Cuando aún se estaba haciendo el vivo –se oyó una voz rencorosa-. Era la suegra.
En efecto, doña Mercedes había abierto los ojos no bien hubo oído resonar en la subconsciencia el nombre de don Aurelio. Alzó la cabeza y reclamó por la dentadura; pidió luego que le ayudaran a incorporarse y que la llevaran donde el muerto.
Doña Mercedes se abrió paso entre la sorprendida concurrencia. Se detuvo junto al túmulo y levantó el vidrio del cofre con la gracia de un trofeo; espantó sin discreción a un par de moscas que acababan de pasearse en la mejilla del difunto; lo agarró por la corbata y apretó con tanta fuerza que debieron apartarla para impedir que lo asfixiase.
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