Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret Muchas veces nos quejamos por la música que escuchan los jóvenes y de que son pocos los que se emocionan con la música clásica, sinfónica, la opera o el jazz. Es lógico que las causas para estas incomprensiones habría que buscarlas en la carencia de educación artística
   
   
La música es un lenguaje artístico capaz de reflejar los más íntimos y profundos estados emocionales del hombre. Es armonía destructora de todas las contradicciones. Es sensibilidad, es el lenguaje del corazón y es el eco de la voz interior de todos los hombres.
 
Pero cuando por desconocimiento, negligencia u otras razones, divulgamos producciones de la peor especie estamos creando un ruido obligatorio, cuya presencia en muchas horas de nuestras vidas resulta poco aleccionador para nuestras emociones. Muchas veces nos quejamos por la música que escuchan los jóvenes y de que son pocos los que se emocionan con la música clásica, sinfónica, la opera o el jazz. Es lógico que las causas para estas incomprensiones habría que buscarlas en la carencia de educación artística.
 
La aculturización de la música debido a la influencia externa, habría de superarse a partir de los años setenta cuando en Latinoamérica nace con proyección universal un movimiento homogéneo y a la vez diferente. Al hablar de la nueva canción nos estamos refiriendo al movimiento musical más importante que definitivamente vino a marcar un paso distinto en el destino de los pueblos. Es un canto lleno de vitalidad, vigoroso y a la vez tierno, hermosamente profundo y humano.
 
Es homogéneo, pues nace por contagio de raíces similares; remontándonos a los años mozos de Atahualpa Yupanqui en Argentina, de Violeta Parra y Víctor Jara en Chile, de Aníbal Sampayo en Uruguay, de Carlos Puebla en Cuba, de tantos cantores populares que retoman lo folclórico, lo criollo, para recrearlo y proyectarlo hacia una meta diferente. Se canta a lo diario, a la naturaleza, al amor como parte integral de los días del hombre. No sólo es un antecedente para la Vieja y Nueva Trova Cubana, sino para toda una corriente dentro de la nueva canción en donde los cantautores cantan textos de poetas latinoamericanos como Neruda, Vallejo, Guillén hasta llegar a la decisión, por lo demás profunda, de componer e interpretar canciones propias como lo hacen Manuel Serrat, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, entre tantos otros. La canción nace del pueblo, es a veces panfletaria, canción protesta, política, de testimonio y plantea una realidad y una alternativa comunes a todos los pueblos, su compromiso es espontáneo y forma parte del movimiento liberador de América Latina.
 
 
 
 
Respecto a la música ecuatoriana se habla poco. La tónica general es una especie de lamento por la situación y las perspectivas de un tema que tiene su importancia pero que resulta postergada por elementos más urgentes y materialistas.
 
De la época de los shirys nace el danzante; en la invasión Inca se incrementó con ritmos como el sanjuanito y el yaraví. El folclore indígena se va esfumando en forma paulatina y solo quedan rememoraciones.
 
Al juzgar a la denominada “música ecuatoriana“ hay criterios contrapuestos. Los primeros datos nos hacen conocer que en 1810, Fray Tomás de Mideros y Miño, inició una Escuela de Música. En los inicios de la República, Juan José Flores contrató a Alejandro Sejer, músico inglés quien inició una Academia Musical. Pero se debió a García Moreno, la fundación del Conservatorio Nacional de Música, en Quito, el 28 de febrero de 1870, bajo la dirección de Antonio Neumane. Veintimilla lo clausuró en 1877 y Eloy Alfaro lo reabrió en 1900.
 
En las primeras décadas del siglo XX, el pasillo tuvo momentos de apogeo con canciones y artistas populares que se identificaron con el pueblo: el dúo Benítez y Valencia y Carlota Jaramillo, y mucho más tarde con los Miño Naranjo, las Mendoza Suasti, Los Brillantes y Los Reales, Los Embajadores y los Latinos del Ande, entre tantos otros dúos y tríos.
Hasta la década de 1970, con Julio Jaramillo Laurido, el pasillo es la música de barrio más difundida y consumida en Ecuador. Es la canción para enamorar y para celebrar el despecho.
 
Julio Jaramillo, con el requinto de Rosalino Quintero, internacionalizó la música nacional, al igual que lo hace el Grupo Quimera con original y magistral estilo. Compositores como José Ignacio Canelos, Francisco Paredes Herrera, Carlos OrtIz recurrieron a los versos de Medardo Ángel Silva, Hugo Moncayo, José María Egas, Ernesto Noboa para sus composiciones.
 
El rock, la cumbia y otros híbridos desplazaron al pasillo, al albazo, al yaraví. Apenas sobrevivió en las cantinas y la rocola y en esporádicos conciertos sinfónicos así como en contadas emisoras. Ahora, con la Ley Orgánica de Comunicación se aspira a volver a cantar y escuchar “Señor, no estoy conforme con mi suerte/ ni con la dura ley que has decretado…”.
 
 
 

 

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