Por Marco Tello

Marco Tello  El tema posee una larga tradición cultural y abundan las fabulaciones sobre criaturas que por arte de magia han variado de forma, a veces solo  para complacer a una divinidad colérica

Cuatro operarios lo condujeron desde el taller hasta un área contigua bañada por el sol. Sin consultar con él, sin miramiento alguno, le dieron doble mano de pintura, por dentro y por fuera. Terminada la operación, lo pusieron a la intemperie para que se oreara. Los hombres que habían llevado a cabo el trabajo reaparecieron al atardecer. Uno se adelantó y lo examinó con gesto autoritario, manualmente. Después de la meticulosa humillación, lo volvieron a levantar y lo asentaron con cautela en un aposento interior. Forcejearon un poco para acomodarlo de espaldas a la pared, y allí lo abandonaron, en posición vertical, sin más explicación. Al salir, corrieron una portezuela a fin de asegurar la ventilación, y el leve soplo de aire obligó a don Gabriel a hacerse cargo de la situación.
 
Desde luego, era insólita la situación. Cierto es que el tema posee una larga tradición cultural, y que abundan las fabulaciones sobre criaturas humanas que por arte de magia han variado de forma, a veces solo  para complacer a una divinidad colérica. Aún así, su caso, asimismo asombroso, era muy singular. Dudó entre considerarse prisionero de la imaginación o víctima de un error en la manipulación de una sustancia mágica, como el que convirtió a un viajero en asno, hace dos mil años. Recordó que así anduvo Lucio por las campiñas de Tesalia hasta dar por casualidad con el bocado de rosas que lo devolvió a la condición humana; recordó también que no habiendo perdido las facultades anteriores al estado de borrico, Lucio pudo relatar su historia en “El asno de oro” de Plutarco.
 
No era el caso del infortunado viajante de comercio que una mañana, para espanto de la familia, se despertó transformado en un repugnante bicho de vientre abultado, con inmundas excoriaciones a la espalda e innumerables patitas que batían inútilmente el aire. Don Gabriel sabía que “La transformación” (más conocida como “La metamorfosis”), aunque simboliza el desasosiego humano, expresa también la extraña relación del escritor con la familia, ya que por la correspondencia epistolar se colige que Gregorio Samsa, el viajante convertido en escarabajo, era el propio Kafka.
 
Tampoco ha sufrido don Gabriel la alucinante variación de la personalidad observable en pacientes entregados a la drogadicción o aquejados de insomnio. No hay razón, pues, para buscar similitudes con el estado deplorable de un tal Louis, quien –al modo de otros orates respetables- vivía a finales del siglo XIX convencido unas veces de ser perro, y otras, una locomotora de vapor, según cuenta Umberto Eco. Y si hay alguien dotado de suficiente imaginación para ir a otros mundos, no era tal la aspiración de don Gabriel, puesto que él se hallaba inerme, inmovilizado por quién sabe qué designio inapelable.
 
Por otra parte, es conocido que las transmutaciones operaron entre seres movientes. Lucio, un asno capaz de arriesgarse a burlar el cercado, se prodigaba un buen banquete en el huerto ajeno. Convertido en gusano -¿retroceso evolutivo?-, Samsa  paseaba su deformidad por el cielo raso. Y es probable que hasta el tal Louis trepidara y silbara cuando creía ser una locomotora de vapor. A todas luces, cada una de estas suertes era soportable si se la comparaba con la de don Gabriel, convertido en armario. 
 
Sin embrago, esta desventaja le reveló con cierta claridad que el maleficio consistía en privarle de lucidez para reconocer su transmutación como un prodigio. Y aunque en materia religiosa se había mostrado siempre escéptico, creyó que a un mueble, más que a nadie, le convenía la virtud de la resignación cristiana. Añoró, por supuesto, el  noble destino original, ya que él no guardaría (para ello servían antiguamente los armarios) las armas de un guerrero, sino quién sabe cuántas baratijas despreciables. Algo osciló de súbito, impelido por un viento repentino. Era una mecedora que balanceaba sobre los dos arcos su agraciada silueta de mimbre e inclinaba hacia él los brazos extendidos. ¡Cómo no compartir la emoción de sentirse un mueble ilusionado! Quiso mover la boca, pero irrumpió en escena una señora; se acercó muy confianzuda y empezó a pulsar de arriba abajo los cajones. Oprimía la mujer sus prendas en la cavidad donde antes se hospedaba el corazón, cuando don Gabriel Alero abrió los ojos, sin saber que despertaba a tiempo para evitar el infarto.    

 

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