Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret Hay tipos subidos a los buses a pedir dinero para la mujer moribunda o para el entierro de la mamá que muere pasando un día de una enfermedad diferente
   
   

 

Hoy en día la pobreza urbana va de la mano de la modernidad y se hace más heterogénea e insensible a los efectos de las políticas sociales. Hasta no hace mucho los pobres eran parte del paisaje social, se los denominaba menesterosos, limosneros, mendigos y se reunían a la salida de las iglesias, en los portales de los mercados y más lugares de concentración.
 
   Los pobres entonces se limitaban a agradecer la limosna con la humildad requerida hasta que, por esas cosas de la modernidad se desacreditó a la caridad y se la denominó peyorativamente “asistencialismo“. Incluso se llegó a señalar que dar una limosna era una maldad ya que reproducía la miseria del pobre, lo envilecía, y hasta se llegó a decir que el nuevo nombre de la caridad era el “desarrollo“.
 
Entonces, la pobreza visible, la miseria resignada y la caridad tranquila, se camufló y cruzó la línea roja para multiplicarse en la calle con un nuevo paisaje humano. Los viejos mendigos herrumbrosos han sido ahora sustituidos en masa por ciudadanos desconectados del paraíso del Estado de Bienestar, tanto capitalista como socialista que han perdido su utopía central: la esperanza de poder otorgar bienestar a todos los que participan en él.
 
Salir a las calles del Ecuador es contemplar el más triste espectáculo de la pobreza y el rebusque disfrazado como arte callejero. En un semáforo en luz roja, vemos a jóvenes migrantes que montan un breve show de malabares o de traga fuego a la espera de unas monedas.
 
Las bandas de limpiaparabrisas apostados en las esquinas de las avenidas a la caza de cualquier descuido para ganarse unos centavos, son algunos de los muchos ejemplos de las hordas de pobres que caminan por todo el país junto con los cómicos ambulantes en plazas, mercados y parques, en su mayoría migrantes andinos que han desarrollado un tipo de actuación callejera 
 
 
 
que se encuentra ampliamente difundido en los sectores populares, que bien podría llamarse una pobreza del humor, es decir, el interés de intercambiar un conjunto de representaciones irónicas de la realidad social por dinero en efectivo.
 
Los buses urbanos están invadidos de atracadores que se autodenominan raperos, a quienes les damos plata en agradecimiento de que no nos ataquen apenas nos bajamos del colectivo. Hay otros tipos sin creatividad subiéndose a los buses con la misma historia pretendiendo descaradamente que les sigan dando dinero, ya sea para la mujer que está moribunda en el hospital o para el entierro de la mamá que se muere pasando un día de una enfermedad diferente.
 
Estos saltimbanquis urbanos que nos sorprenden a diario en las esquinas, semáforos, buses y plazas son la materialización de una ciudad cualquiera y caótica, pobre y violenta. No mendigan, intimidan. No producen pena sino temor. Tienen en la mirada la rabia y el resentimiento que produce el abandono. Y no olvidemos de los “cuidadores” de carros tomados de las vías públicas y a quienes hay que pagarles para que no le desmantelen el vehículo.
 
En otro extremo, delante de los supermercados, uno detrás de otro, hay rostros de niños maltratados hurgando en la basura. También hay rostros anónimos que prefieren el orgullo con hambre a la caridad, son los excluidos, los desempleados, los informales y también los ociosos. Las escenas de esa realidad urbana, son algunas de las arrugas del cuerpo social que se esparce como una herida abierta sobre la conciencia de quienes gobiernan pregonando el Buen Vivir y la reducción de la pobreza en un intento por vindicar la dignidad.
 
La nueva pobreza, entre la beneficencia comprensiva y la solidaridad activa es, sin embargo, muy diferente a la antigua, lleva la marca de la frustración.
 

 

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