Por Marco Tello

Marco Tello “No habréis olvidado que fui indispensable en el azaroso discurrir de vuestra existencia. Si necesario fue mi concurso en los graves asuntos oficiales, lo fue también en los menudos actos rutinarios...”

Dormía mal esa noche, a saltos, debido al golpe creciente de la sangre en las sienes. Muy avanzada la hora, vio surgir en la penumbra la figura encorvada del antiguo ujier, quien se aproximó con mano temerosa y le alargó una carta escrita con esa tinta legible únicamente a la lumbre de los sueños.
 
“En estos años –leyó el ujier, por orden del ex magistrado-, he sido yo la que temblaba al dibujar vuestra rúbrica en los roles de retiro; yo la que me apresuraba a llevaros el pañuelo  a la boca cuando desgarrabais con la tos convulsiva de un rabino. La que soltaba la moneda en el platillo del mendigo, era yo; la que eventualmente estrechaba la mano a un transeúnte, era yo; la que hurgaba  en vuestras prendas en pos de los centavos para el diario, era yo. Ibais vos a duras penas por la vereda, disimulando el tranco con forzada altivez, porque yo me aferraba con las uñas a la curva del bastón para que no trastabillarais. La mengua creciente de vuestra visión me obligaba a sosteneros cuando vagabais por las habitaciones, presionada hasta el entumecimiento de mis dedos por el esfuerzo con que volvíais a examinar los objetos en su detalle mínimo, cual si no los hubierais visto antes, quién sabe si asaltado por el rencor hacia las cosas que el tiempo había tornado antiguas, mientras vos tan sólo envejecíais.  
 
“Debo suponer que no habréis olvidado que fui de algún modo indispensable en el azaroso discurrir de vuestra existencia. Si necesario fue mi concurso en los graves asuntos oficiales, lo fue también en los menudos actos rutinarios. Sin mí (ahora que poco sirvo para aliviaros en vuestra soledad, me pregunto), ¿quién os hubiera llevado el alimento a la mesa?, ¿quién, si no yo, se hubiera adelantado con afecto a doblaros una página?, ¿quién mejor que yo en el arte de andar por los papeles sin levantar sospecha?, ¿quién os hubiera librado de un repentino picor en una audiencia? ¡Quién, si no yo, para golpearos el pecho cuando el remordimiento os atribulaba! ¡Con qué entereza apuntalaba con mi puño vuestro mentón, ¡oh, frustrado soñador!
 
 
 
 
 
 
 
“En todo fui –perdón que lo exprese vulgarmente- vuestra mano derecha. Con secreto regocijo dibujé en el aire trazos convencionales ajenos a la función para la cual estuve diseñada. Investida por vos de repentina autoridad, podía detener un automóvil en marcha con solo extender mi palma desde lejos. En la redacción de un alegato, en la toma de una decisión embarazosa, yo aplicaba el pulgar contra el dedo medio para acompañaros en la captura de una idea. Si de pronto os sentíais arrebatado por la inspiración, iba y venía yo, cual araña en su telar, sobre la diminuta superficie del teclado.
 
“Jamás me habréis notado escrupulosa ante la falta de mesura que sin duda conllevaba el golpear teatralmente sobre un canto de  la mesa en el juzgado; o el señalar con el índice, desde la altura del estrado, a un culpable (mi dedo acusador nunca apuntó hacia vos). Con el pulgar dirigido a lo alto, tenía que compartir vuestro entusiasmo. Joven erais aún cuando me forzasteis a elevar con vigor el dedo medio en el instante en que asomaba frente a vos el séquito oficial. Si bien desde el otro lado os respondieron levantando no uno sino dos dedos (el índice y el medio), tardé en entender por qué, terminado el jaleo, fuisteis vos el procesado. Luego intuí que a partir de entonces prosperasteis porque habríais aprendido que era mejor que me adelantara yo a saludar con la V de la victoria a las comitivas oficiales.  
 
“Fiel compañera os fui en el placer, en el dolor. Fueron las yemas de mis dedos las primeras en doblegar la voluntad  de la mujer que amasteis y las primeras también en presionar sobre sus párpados, ¡hace ya tanto tiempo! Pero, por el amor de Dios, nada de cuanto he recordado os da derecho a decidir que sea también yo la que deba accionar esta noche el gatillo”. Al llegar a este punto, calló el ujier y entornó los ojos, lleno de aflicción.
 
-¿Quién firma? –preguntó con voz quebrada.
 
-“Vuestra mano derecha” –leyó, silabeando, el ujier, y se desvaneció en la sombra. En ese instante, algo cayó con estrépito al pie del velador, y el ex magistrado dio un nuevo salto en la cama.    

 

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