Por Yolanda Reinoso
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A lo terrible de una condena a morir atravesado de dolor, Vlad añadió una nueva técnica, que era la de empalar al condenado con tal cuidado que no se tocasen los órganos vitales hasta sacar la estaca por la parte superior de la espalda, cerca de los omóplatos, lo que garantizaba una muerte lenta que tardaba hasta 48 horas en llegar |
Escultura con la víctima de la tortura, atravesado el cuerpo por un madero que tras una lenta agonía le provocará la muerte. |
Mucho después una revista nacional publicó un artículo sobre la vida de Vlad Tepes (o Draculea, derivado que indica que era hijo de Vlad Dracul), conocido también como “el empalador”, reviviendo la existencia del personaje histórico que inspiró a Stoker. Sus prácticas, como bien indica el apodo en cuestión, son también dignas de la obra más escalofriante de terror, y ahora que tuve la oportunidad de viajar por Rumania, pude conocer un aspecto insospechado en la cultura de ese país: la admiración que el pueblo rumano le guarda a “Vlad” radica en que la defensa efectiva de gran parte de los territorios de la región de Transilvania, se debe a que bajo su mando, se logró la derrota de innumerables tropas turcas que pretendían expandir el imperio otomano.
En una de esas victorias, Vlad Tepes habría sometido hacia el año 1459 a un buen número de soldados turcos, obligándoles a marchar cuesta arriba por una de las más empinadas elevaciones de Valaquia, alrededor de la localidad hoy conocida como Poenari, y usando su mano de obra para erigir, sobre la base de antiguos cimientos lo que, a decir de las guías actuales de viaje, es el “verdadero castillo de Drácula”.
Por desgracia, una gran parte de la construcción se habría desplomado a finales del siglo XIX, pero no se ha borrado la evidente fortaleza de sus murallas, ni lo obvio de su posición estratégica, dado que luego de subir casi 1.500 peldaños y hallarse en la cima, se comprende en toda su magnitud lo ideal de la ubicación; desde allí sería fácil observar cualquier avance por entre la cordillera de los Cárpatos, así como atacar los intentos de invasión, con la garantía de que la figura del temido gobernante no podría ser un blanco sencillo.
Las paredes son de gran grosor y están revestidas del ladrillo original aunque unas cuantas en proceso de deterioro, han sido reforzadas recientemente; las líneas curvas y arcos son testimonio de la búsqueda de estética pese a que el objetivo primordial de la construcción era la defensa. Una profunda mazmorra donde se encerraba a los intrusos pone los pelos de punta, y más si nos hacemos la idea del frío horroroso del invierno calando los huesos del desafortunado prisionero.
Para ilustrar lo temible del castigo impuesto por Vlad a sus enemigos, dos maniquíes hechos para estar en una vitrina de caras prendas de diseñador, permanecen rígidos mostrando harapientos vestidos que evocan vestiduras del siglo XV, teñidas en pintura roja a fin de dar una idea nimia del sangrado lento de los condenados a empalamiento que, por cierto, no era una pena poco común durante el medioevo.
A lo terrible de una condena a morir atravesado de dolor, Vlad añadió una nueva técnica, que era la de empalar al condenado con tal cuidado que no se tocasen los órganos vitales hasta sacar la estaca por la parte superior de la espalda, cerca de los omóplatos, lo que garantizaba una muerte lenta que tardaba hasta 48 horas en llegar. Vlad, con toda la sangre fría que le caracterizaba según narra la historia, se complacía en servirse sus principales comidas del día en medio de los empalados que no dejaban de gemir cuando no tenían fuerzas para gritar con más terror que si viéramos al vampiro saliendo de las páginas del libro.
Insaciable lectora como soy, tengo que admitir que recién ahora me he propuesto leer la obra de Stoker, convencida de que la ficción a menudo es menos cruda que la realidad, y de que hasta la verdad histórica más cruenta encierra en sí legados memorables para los pueblos.