La antigua construcción que une el sur de Cuenca con el centro histórico, soporta  impasible las frecuentes crecidas del río Matadero y el sobrepeso de miles de carros que atraviesan sobre él todos los días de los 365 días del año
 
El puente en una foto de hace un siglo a la izquierda y tal como luce hoy, renovado, después de la gran crecida del 3 de abril de 1950. Al fondo, las mismas lomas.
 
El Cabildo sigue en deuda con su constructor, el arquitecto italiano Martín Pietri, quien apenas levantó el puente fue a volver de su patria por la muerte de su padre, pero no regresó más.
 
Ni él ni nadie reclamaron desde entonces los mil doscientos pesos que debió cobrar por la obra de unir las orillas del temible Tomebamba, el famoso Matadero que desde tiempos inmemoriales había arrastrado pasadizos, gentes y ganados con la furia de esporádicas y sorpresivas crecientes.
 
En mayo de 1811 el Presidente de la Real Audiencia de Quito, Joaquín Molina y Zuleta, dispuso que el Cabildo de Cuenca contratase al técnico italiano para construir el puente, obra que comenzó el 4 de septiembre de 1812 con mucho optimismo y esperanzas. El cura José Mejía había prestado el dinero para financiarlo, con el interés del 3%. El Procurador José María Vásquez de Noboa firmó el contrato en representación del Cabildo.
 
Los jornales, los materiales y los gastos corrían de cuenta municipal, pues al contratista se le cancelaría por su trabajo un año después de que entregara la obra en pleno funcionamiento. La cal para unir las piedras de la estructura venía acarreada de la Cría, en la parroquia Oña, de propiedades de Fernando Valdivieso.
 
Pietri tuvo como auxiliar al albañil José Mogrovejo, afamado por sus destrezas constructivas, quien  ganaba tres reales diarios de jornal. También contó con el apoyo de indígenas y de los presos de la cárcel que percibían medio real diario para hacer fuerza por levantar el puente esperado con ansiedad por los vecinos.
 
El río Tomebamba tenía fama de engullir en su cauce a los transeúntes que no tenían otra forma de atravesarlo sino arriesgándose a su turbulencia. Durante siglos, la gente no había hecho otra cosa que luchar contra las aguas para llegar a Cuenca o salir, por la ruta de Loja.
 
En noviembre de 1812 el puente estaba listo para ser entregado, pero los comisionados municipales Hilario Neyra y José Seminario advierten que el arco central tenía una falla que urgía repararse, por lo que se aplaza ponerlo en servicio. Por entonces estaba en Cuenca el canónigo colombiano Tomás Borrero, nativo de Popayán, con experiencia en construcciones, y  es fuente de consulta: en efecto, hace reparos y el arquitecto italiano acata sumiso sus instrucciones.
 
Al año siguiente Martín Prieti, feliz de terminar la construcción, esperaba impaciente –temeroso de las crecidas-  que pasara el año de prueba para cobrar los 1.200 pesos pendientes, pero recibe una mala noticia: su padre había muerto en Italia y los familiares le llaman de urgencia para resolver las situaciones imprevistas. Se fue y no volvió más.
 
Detalles de la destrucción casi total del puente por el embate de la creciente del año 50.
 
El costo total de la construcción llegó a 4.838 pesos, pero no está claro si en la cifra consta la deuda al constructor italiano Martín Pietri que, de todas formas y después de dos siglos de ejecutada su obra, en paz descanse, para tranquilidad pública.
 
Desde 1813 el puente dejó pasar de una ribera a otra a los transeúntes de todos los días y a personajes de la cultura y de la historia: “Allí paseó su gallarda adolescencia el invicto Abdón Calderón; por allí desfilaron las tropas vencedoras en el Portete de Tarqui; allí se sintió arrebatado al deliquio de lo sublime Fray Vicente Solano; allí destacaron su figura Rocafuerte y Olmedo, García Moreno y Alfaro; allí discurrieron Malo y Cueva, los Borreros y los Vásquez, los Cordero y los Arízaga, Matovelle y Crespo Toral”, dice Víctor Manuel Albornoz, el primer cronista Vitalicio de Cuenca. Muchos poemas y elogios ha inspirado, desde entonces, el puente de El Vado.
 
La solidez de la estructura sufrió duros embates en años siguientes, como el 20 de marzo de 1936 o el 4 de abril de 1950, cuando las aguas de invierno hincharon el cauce y le causaron averías. La crecida de 1950 le dejó semidestruido, pues fue tan grande que se llevó varios otros puentes, dejando para el recuerdo vestigios como el Puente Roto de Todos Santos, al que la fuerza telúrica le transformó en vestigio patrimonial de la humanidad. 
 
Los daños por la crecida del 3 de abril de 1950 –va para 63 años- los reparó la Municipalidad y fue Medardo Torres Ochoa, joven estudiante de ingeniería, el encargado de los trabajos, con sueldo de jornalero. Muerto hace pocos años, este profesional con un importante currículo de maestro universitario y constructor –dirigió las obras de reconstrucción por el fenómeno de La Josefina en 1993- destacó como una anécdota y experiencia singular de su carrera, la reconstrucción del viejo puente de El Vado, ya bicentenario.
  
Patriotismo, historia y poesía
Los puentes de la Ciudad de los Cuatro Ríos tienen capítulos históricos, patrióticos y poéticos. El 7 de septiembre de 1588 –31 años después de la fundación española-, el Cabildo contrató la construcción de puentes sobre los ríos Tomebamba y Yanuncay al suroccidente de la urbe, con Diego Alonso Márquez, experto albañil que se comprometió a entregarlos en un año, por 1.800 pesos.
 
La decisión había sido tomada por el Oidor Alonso de las Cabezas de Meneses, quien al venir a Cuenca en 1591 reclamó al Cabildo porque aún no estaban concluidas las construcciones. Las rabias del español se sumaron a la traicionera creciente de los ríos que arrasó con las obras a medio ejecutarse.
 
Y el pobre constructor, que apenas había recibido 600 pesos de anticipo, se quedó, exactamente como don Martín Pietri 271 años después, sin cobrar los 1.200 pesos que le sigue debiendo el Cabildo, aunque ya nadie hay para que los reclame…
 
Al conmemorar en 2013 doscientos años, el puente de El Vado sigue soportando el frecuente embate del río Matadero, pero más el tránsito motorizado con ríos de vehículos que le atraviesan para unir el sur de la ciudad con el centro histórico.

 

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