Por Yolanda Reinoso
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Descubrir, como si se hubiesen materializado de la nada, a tres niños envueltos en aquel traje anaranjado que indica que su vida está destinada a la actividad monástica budista, nos hizo caer en la cuenta de que estamos muy acostumbrados a asociar bulla con presencia humana, más tratándose de niños que, si calculo bien la edad de éstos entre los 6 y 9 años, pudieran entretenerse entre gritos de algarabía. |
El templo sobre el que me voy a referir, no constaba en nuestra guía ni podría decir hoy su nombre. Desde la carretera divisamos por casualidad una torre que sobresalía de entre la niebla que empezaba a disiparse después de una hora de intensa lluvia. Estaríamos quizá a unos cuarenta minutos de Kandy, así que decidimos parar y ascender por la ladera que conducía al sitio. El silencio rural nos hizo sentir como si el mundo se hubiese detenido. Las puertas cerradas del templo daban la impresión de abandono, como si la edificación hubiese dejado de servir a los propósitos espirituales con los que se había levantado. Sin embargo, la fachada no presentaba rasgos de deterioro, y el piso empedrado que conducía a las entradas parecía recién acabado de barrer.
Dimos un par de vueltas a su alrededor, tomamos unas cuantas fotografías, y nos acercamos a la casa situada a unos pocos metros, sencilla, de una sola planta, de techo de teja que, sacado del contexto de la humedad de esas tierras, bien podría ser uno de tantos en nuestro paisaje andino. Al acercarnos a la parte frontal, llamaron nuestra atención los caracteres en tamil, pero a diferencia de la zona urbana, no vimos rastros de traducción al inglés, señal de que el sitio no pretendía atraer curiosos turistas.
El sobresalto al bajar la vista fue grande: descubrir, como si se hubiesen materializado de la nada, a tres niños envueltos en aquel traje anaranjado que indica que su vida está destinada a la actividad monástica budista, nos hizo caer en la cuenta de que estamos muy acostumbrados a asociar bulla con presencia humana, más tratándose de niños que, si calculo bien la edad de éstos entre los 6 y 9 años, pudieran entretenerse entre gritos de algarabía. Los pequeños no se inmutaron al vernos. El mayor esbozó una sonrisa ligera, para volver a concentrarse en su cuaderno de pocas hojas, en que escribía con un lápiz al que le hacía falta una buena sesión de sacapuntas.
Hicimos “hola” con la mano, y eso provocó risillas entre ellos. Me acerqué con cautela y me senté entre ellos. Desde el poyo, reparé en que la vista consistía en la simple belleza de grandes extensiones de plantaciones de té, perdiéndose en el horizonte, sin dejar ver siquiera rastro de la carretera tan cercana, ni de vivienda alguna a lo lejos. La sensación es de retiro, seguro para propiciar la tarea de meditación que esos jóvenes monjes ejecutarían como cosa normal. La barrera del idioma no nos permitió indagar más acerca de sus actividades cotidianas, aunque no es difícil de imaginar si la basamos en la forma de vida que deben llevar quienes se adhieren a la escuela denominada con el nombre de “Theravada” (enseñanza de los antiguos). Al centrarse en la tradición budista original, se dice que es de las más conservadoras, e inculca el desapego de lo material a través de prácticas de frugalidad.
La delgadez de los niños entre los que me hallaba sentada estaba acentuada por sus cabezas rapadas. Pensé que, seguramente entre la gente de esa cultura tan distante a la mía, la idea del traje más elaborado de los monaguillos quizá contradice la de espiritualidad, así como para mí resulta difícil asimilar la capacidad de concentración sin tener el estómago enteramente satisfecho.
No hace mucho, la prensa mundial hizo sonar la noticia de que el abuso infantil no escapa a los círculos budistas, al punto de que en Sri Lanka hoy ya existe una organización dedicada a ver por los derechos vulnerados de los niños que, tras la apariencia de una vida monástica apacible, sufren todo tipo de abusos a manos de sus superiores.
No hace falta ver a fondo la vida monástica para suponer que habrá hechos que desdicen de las buenas intenciones, pero en esta pequeña aventura enriquecí mi visión de los niños, recordé que existen realidades infantiles fascinantes: distan de lo más conocido, parecen de cuento, y no obstante, ocurren en el mismo planeta, confirmando la variedad de vidas que el ser humano puede adoptar.