Por Marco Tello
La entrada principal se halla celosamente custodiada por dos mastines de mármol recién escapados, al parecer, de las canteras del lugar |
Diga lo que dijera don Juan Montalvo, a nadie incomodaba el que la vieja respondiera con un “jau” melodioso a quien llamara a voces desde la talanquera. La casita humeaba algo borrosa entre la arboleda al final de un sendero defendido por una guarnición de espinos blancos. Escuchada a la distancia, aquella voz, presuntamente cañari, equivalía por el tono y las variaciones acentuales a preguntar quién era o a pedir que la aguardasen; que, por favor, ya iba.
Al sobreviviente de esos años –habita hoy entre timbres y seguridades electrónicas- le resiente la censura autoritaria a esa forma ingenua de imitar la voz canina para dotarla de una noble intención comunicativa. Sabe que la intención diferencia al lenguaje humano del sonido, en este caso, perruno; pero no olvida el placer que procuraba el solo suponer que bien enseñados por ella hubieran aprendido a decir “jau” los perros del vecindario.
La reminiscencia infantil adormece a don Gabriel Alero; no alcanza a cabecear tres veces y cae vencido sobre el escritorio. Sueña que está de vuelta a la pasión de su existencia, esta vez en un establecimiento anunciado por el rótulo “Instituto Canino Experimental N” 13”, ubicado en la calle Valderrama, a tres cuadras del antiguo hotel “Vizcaya”, que era administrado en los años noventa por una amiga española. El instituto ocupa una casona de paredes altas, revestidas de ladrillos en forma de salchichones rojos. La entrada principal se halla celosamente custodiada por dos mastines de mármol recién escapados, al parecer, de las canteras del lugar.
Sueña el señor Alero en el interior de este edificio con la respiración entrecortada. Si se pudiera observar con atención, se adivinarían los rasgos placenteros de quien se mueve como pez en su elemento, rodeado de cachorros revoltosos del primero de escolaridad, a quienes ha de iniciar en la sociedad canina, empezando por el arte de ladrar.
-Del buen ladrar depende -les asegura- que acabéis como perros callejeros o como precursores de un notable pedigrí.
Todos habéis de hacerlo de manera uniforme y persuasiva, sea cual fuere vuestro pelaje, raza o inclinación individual.
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Atento escucha el galgo corredor; no así el lebrel de hocico recio, que recibe una fuerte reprimenda del entrenador. El gozque pequeño y ladrador ya lleva, en previsión, ceñida una mordaza, y al dogo de aspecto leporino le han colocado un hueso gordo en el hocico. Tímidamente se empujan el podenco silencioso y el perrillo de aguas, de oscuro pelaje ensortijado. Una vez impuesto el orden, Don Gabriel les va identificando uno por uno, tal como asoman en la primera plana del registro escolar.
Si fuera posible infiltrarse en el sueño, se notaría la amorosa prolijidad con que el señor Alero abre la boca, la ajusta con precisión a cada sonido vocálico, luego de vencer la aspereza gutural de la “j”, dejando que el aire se libere por la redonda plenitud de la “a” que antecede al debilitamiento de la “u” casi inaudible. Se notaría igualmente con qué destreza los pequeños, ya disciplinados, practican la lección tras unos sonidos tan apetecibles como la abeja que juega con la brisa. Para don Gabriel, lo nuevo en la enseñanza radica en graduar la apertura bucal para cada posibilidad que media entre una explosión de contento y otra de enigmático gruñir.
Mucho más agradable resulta enseñarles a caminar con naturalidad, como es debido, acoplando el movimiento de la cola al ritmo de los pasos, según vayan por la ciudad o deambulen por el campo, asentando primero la una pata, luego la otra y la otra y la otra.
-No todas a la vez -les insiste-, puesto que no sois pájaros; tampoco os enredéis como los bípedos que tropiezan y caen porque ignoran lo cómodo que resulta andar en cuatro.
Iba la primera clase a concluir, cuando al entrenador le sobresalta el timbre de la entrada, presionado con insistencia en medio de voces iracundas.
-¿Quién es? –está por preguntar; pero le desobedece la lengua, y oye, por fortuna, una voz de mujer que se adelanta al otro lado de la puerta:
-¡Por favor, vecino, haga que callen los perros!
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