Por Marco Tello

Marco Tello Los textos irrespetan la organización convencional; no hay otra marcación que no sea el oleaje del espacio en blanco en donde se desplazan los grandes bloques tipográficos a los que se acogen las palabras convocadas, aparentemente, al acaso, pero que una vez admitidas en el conjunto encuentran su lugar, más allá del texto, en forma de reflejo especular en el lector 

En 1978, estampó este servidor una nota en la solapa de “Variaciones”, poemario inaugural del estilo cultivado desde entonces sin tregua por Alfredo Vivar (1932). Los años han doblado la edad del presentador, pero han corrido lentos para Vivar en su determinación de sustraerse a la linealidad e imprimir en el poema un ritmo dictado por el tiempo interior. El procedimiento desborda toda contención (¿o comprensión?) en los dos recientes libros editados por la Universidad de Cuenca (Sonsinfín, opus 4, I y II, 2012). 
 
Como si también la vida individual tuviera historia y prehistoria, la primera se ofrece sin reserva al examinador; la segunda, perdida en el abismo de cada ser, es insondable. Pero el poeta, libre de explorar en esa intimidad (Opus 4, I), alborota la superficie del lenguaje en pos de los vestigios diseminados en la subconsciencia: el paisaje natal,  los rumores de la infancia; las sensaciones fugaces, entre ellas, una muy singular, la suave pelusa del monito –tierno brote de helecho- palpado entre la bruma de un amor lejano. Esos momentos de iniciación ritual de la conciencia toman por asalto la memoria del artista y facilitan al lector una clave de interpretación no solo literaria, sino, probablemente,  psicológica y social. Mirado, pues, desde el insomnio, cada esplendor del día –del celeste al lila- fija un punto de reencuentro casi visual entre el poeta y su yo, pero un punto también de desencuentro conforme la memoria se va alejando de Eros para aproximarse a Tánato. 
 
Los textos irrespetan la organización convencional; no hay otra marcación que no sea el oleaje del espacio en blanco en donde se desplazan los grandes bloques tipográficos a los que se acogen las palabras convocadas, aparentemente, al acaso, pero que una vez admitidas en el conjunto encuentran su lugar, más allá del texto, en forma de reflejo especular en el lector. Ni estrofas, ni versos de rigor, ni pautas de entonación; no hay más respiro ni clemencia para el requerimiento sensorial que el correr desenfrenado de un extraño son interior, un  son sin fin, juego de palabras que igual puede interpretarse como un  
 

 

son sin objetivo o un son sin final. 
 
Esta obstinación impone al receptor, como primer requisito, confiarse a la corriente impetuosa del lenguaje, dominando el impulso natural hacia el sentido, a fin de conseguir un acercamiento inicial, estético, a través de la intuición. El crítico que acecha en la mente de cada lector aflorará luego y rearmará el andamiaje verbal con la tenacidad con que, sin duda, fue desarticulado. En lo que a primera vista aparece como una práctica de automatismo en la escritura, el lector avisado observará una más antigua insatisfacción que ya en el siglo XVII llevó a la poesía a rebelarse contra el ordenamiento sintagmático; una perspectiva similar le permitirá atribuir a un horror al vacío la forma en que Vivar, cuyo primer oficio fue el de pintor, abigarra las imágenes, las comprime o las distorsiona para burlar el asedio de su propio espacio en blanco. La libertad con que fue fragmentada la unidad oracional le asistirá a quien decida entretenerse restableciendo el orden combinatorio de la frase, oficiando de corrector o devolviendo los fragmentos a una remota melodía originaria:
 
“Una palabra tú que produzca di un      
sol radiante en su mirada Presente                                                                                             ten esa luz no su disloque (…)”  
(Pars prima, 3)
     
(Di tú una palabra que produzca
un sol radiante en su mirada.
Ten presente esa luz no su disloque).
 
Finalmente, si concluida esta propuesta de lectura el perseverante lector busca una relación entre el texto y su contexto, podría considerar el estilo de Vivar como expresión individual del sentir colectivo en una época de frívolo esplendor, abrumada en la esfera íntima por un sentimiento de disgregación, cuyas piezas -como en el poema- entretejen la red a simple vista inaprensible de otro sentido aún en construcción.  
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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