Por Marco Tello

Marco Tello Los pobres son el centro de atención de quien aspira al ejercicio del poder. Constituyen abrumadora mayoría en los países del tercer mundo y, por tanto, otorgan el triunfo en las urnas a quien ha de gobernarlos.  En reciprocidad, al triunfador le corresponderá obrar en función de los pobres, pero con el arte de evitar que se acabe la pobreza. De otro modo, ¿cuál sería el sustento de la democracia, de la revolución, de la autocracia?

Compañera inseparable del linaje humano ha sido la pobreza. Oficializada y bendecida, ha subsistido en cada época con humilde atuendo: esclavitud,  servidumbre, dependencia. Durante buena parte del siglo XX tuvo himno y bandera. Hoy se la examina al trasluz de una variada escala global de percepciones, ya económicas, ya sociales, ya psicológicas, parcelación intelectual que trae a la memoria el traje de mendigo que Oscar Wilde mandó a confeccionar con el mejor sastre de Londres para el pobre que dormía al pie de su balcón.
La propia naturaleza del idioma se ofrece para este entretenimiento. Consigue, por ejemplo, diferenciar entre un hombre pobre y un pobre hombre o ablandar la aspereza de la cosa designada si se habla de una  pobre mesa. Es un procedimiento escolar que oscila entre lo objetivo y lo subjetivo, de un lado a otro, como la burbuja en el interior del nivel, pero que  puede jugar con el sentido hasta la perplejidad, como ocurre cuando, adjetivada, la pobreza flanquea tanto al pobre rico como al pobre pobre vallejiano. De uno u otro modo, se elude la crudeza de la realidad y se enriquece no solo al tema, sino también a quienes lo abordan desde un área a la cual le vendría bien un nombre de agradable resonancia académica: la pauperología.
No estaría este pobre comentario a la altura de los tiempos si no  estableciera desde un comienzo una distinción clara entre quienes abordan el asunto bajo criterios y procedimientos investigativos; esto es, con recopilación y elaboración de datos, con análisis e interpretaciones, con escalas, curvas y diagramas, que en el caso de la mendicidad no resuelven nada; y quienes se aprovechan del tema como ejercicio retórico en beneficio de intereses personales. Deberían reconocerse, pues, dos niveles en este ejercicio profesional, en su orden, sin herir susceptibilidades, el de los pauperólogos y el de los pobretólogos. A este segundo grupo, que periódicamente
 

 

alborota el escenario público, aluden estas líneas. Se inscribe en él la mayoría de los personajes que en el 2013 competirán por el amor a los pobres a fin de atraer su voluntad hacia candidaturas cada cual más cohetera.
Estos pobres defensores de los pobres tienen renombrado ancestro. Fueron descritos y caracterizados por sus encubiertas intenciones hace más de dos mil años, en casa de Simón el Leproso, adonde había acudido Jesús, invitado para una cena. Cuenta Mateo que en aquella ocasión los discípulos consideraron un derroche el que una mujer entrara en el recinto con un vaso de alabastro y procediera a derramar un perfume de alto precio sobre la cabeza del Maestro. Mejor enterado del asunto, San Juan revela que fue Judas Iscariote el discípulo quejoso, quien calculaba que el perfume pudo ser vendido en 300 denarios para dárselos a los pobres. Pero esto lo dijo –aclara San Juan- “no porque Judas se cuidara de los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella”.  
Cabe destacar asimismo la trascendencia que conlleva para su tiempo y quizá para todos los tiempos la respuesta que en casa de Simón el Leproso dio Jesús en procura de despejar la duda del futuro traidor: “…siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis”. Es difícil evitar que ese primer “siempre”, terrible y categórico, resuene a oídos del lector profano como una consagración o, más bien, como una institucionalización de la pobreza.
Dos mil años después, los pobres son aún el centro de atención de quien aspira al ejercicio del poder. Constituyen abrumadora mayoría en los países del tercer mundo y, por tanto, otorgan el triunfo en las urnas a quien ha de gobernarlos.  En reciprocidad, al triunfador le corresponderá obrar en función de los pobres, pero con el arte de evitar que se acabe la pobreza. De otro modo, ¿cuál sería el sustento de la democracia, de la revolución, de la autocracia?

 

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