El llamado caso de “Los diez de Luluncoto” ha causado revuelo en medios internacionales –en los nacionales su repercusión ha resultado inevitablemente política, de coyuntura electoral- a causa de las presuntas vulneraciones a los derechos humanos denunciados por organismos encargados de velar por ellos, ya que forman parte del grueso expediente de la denominada “criminalización de la protesta social”, que se le imputa al Régimen de la “Revolución Ciudadana” a fin de acallar la oposición en las calles.
Los “Diez de Luluncoto” son un grupo de ciudadanos y ciudadanas aparentemente sorprendidos en un inmueble del barrio capitalino de ese nombre, cuando supuestamente planificaban “actos terroristas”. Como pruebas, la acusación oficial exhibe desde supuestos manuscritos con instrucciones para fabricar bombas panfletarias, hasta unos cheques entregados por un movimiento político izquierdista de oposición a algunos de los presuntos terroristas. No hay más, en realidad, salvo la existencia cuasi fantasmal de una organización autodenominada “Grupo de Combatientes Populares” que desde hace más de una década ha practicado un “terrorismo de mínima escala” con el estallido de bombas panfletarias que, esporádicamente, rompían con la monotonía de la “paz social”.
En realidad, en nuestro país el llamado “terrorismo” en los últimos años ha sido más bien cuestión de esporádicos petardos antes que producto de una voluntad real de organizar la lucha armada, al estilo de “Alfaro Vive Carajo”, organización que en los
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años ochentas puso bombas, no sólo panfletarias, secuestró personajes, se enfrentó a bala con policías y militares, expropió armamento, participó en asaltos para conseguir fondos, etc. y varios de cuyos ex integrantes hoy colaboran con el Gobierno y hacen gala de su pasado “guerrillero”.
Es decir, el Gobierno repudia duramente las bombas panfletarias bajo su mandato, pero exculpa con ribetes de heroísmo actos cometidos en gobiernos pasados, que bajo su óptica actual, entrarían de lleno en lo que califica de “sabotaje y terrorismo”. ¿Acaso hubo una subversión buena y ahora una mala y digna de la más drástica represión? Sería la pregunta lógica.
Sin que quepa justificar ninguna acción de fuerza, destinada a causar alarma pública o amedrentamiento, parece que el Gobierno está actuando con demasiada dureza contra diez personas que, para alguien que sabe mínimamente el comportamiento de las células clandestinas, se habrían reunido nada menos que diez –una estupidez en materia de seguridad- y llevado a esa reunión ampliada unos escritos sobre la manera de fabricar bombas, y además unos comprometedores cheques girados por un partido que está en la oposición de izquierda al Régimen. O los diez personajes eran muy ingenuos al actuar así, o hay algo de montaje en las supuestas pruebas que los incriminan en el delito de “sabotaje y terrorismo”, caso que ha merecido la preocupación hasta del juez Baltasar Garzón, que la consigna en su veredicto final sobre la Justicia ecuatoriana.
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