Por Marco Tello |
Entregado al sueño, oyó don Gabriel la voz del señor Eric en el interior del museo:
-Hubo una época confusa en que un papa subía a los altares y, con igual mérito, otro ardía en el infierno de Dante. En estas galerías, aún se proyectan esas sombras.
-¿Son estos objetos el muestrario de aquella abyección? –preguntó al director.
-Sí –respondió-; la mente ha conseguido siempre materializar la perversión.
En ese momento, don Gabriel observaba un par de piezas metálicas.
-Son martillos –dijo el señor Eric, el director-. El uno partió el cráneo del papa Juan III, una noche de diciembre del año 882, en defensa del honor de una dama genovesa, a cuyo esposo había seducido el santo padre. El otro –prosiguió- se empleó en mayo de 964, esta vez contra el cráneo del papa Juan XI, quien se resistió a morir apuñalado, al ser sorprendido en el lecho con la esposa de un patricio romano.
Adelantando el paso, el visitante se detuvo ante una gran bandeja plateada.
-Pertenece al tiempo del papa León X (1513-1521) –aseguró el director-. Al final del banquete, a hombros de seis mancebos, iba sobre esta bandeja de plata una joven desnuda, untada de mantequilla. Era el postre destinado al cardenal que lograra atraparla.
-¿Y esta vajilla floreada?
-Descubriréis huellas de sangre en ella. Imaginad a los enemigos del papa Gregorio V convidados a un banquete en la pascua del año 996. De pronto, se interrumpe la fiesta y los soldados del emperador Otón III, partidario de Gregorio, proceden disciplinadamente a decapitar a todos los presentes en el orden en que son nombrados.
En el ángulo opuesto, se veía un inodoro; en verdad, un inodoro.
-Una mañana de febrero de 1076 –relató el señor Eric-, Godofredo III el Jorobado se sentó por última vez en esta letrina porque alguien que estaba debajo le hundió con leve golpe la espada. Godofredo era esposo de la bella Matilda de Canossa, amante de Gregorio VII, el papa que reprimió con extremada crueldad a los clérigos casados.
-Veo un bulto parecido a un zurrón –se demudó el visitante al mostrarlo.
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-En zurrones se encerraba y se cosía, junto a un perro o un gato, a las muchachas que hubieran abortado –explicó el señor Eric-. El bulto era luego arrojado a la corriente del Tíber. Conmovido ante esa crueldad, el buen papa Martín V (1417-1431), aficionado a los cuentos eróticos, consideró que era suficiente castigo enterrarlas vivas.
Más adelante, atrajeron la curiosidad unos objetos de aspecto mágico.
-Son juguetes sexuales -puntualizó el señor Eric-. Pertenecieron al papa Inocencio III, quien se propuso, en 1209, eliminar a los herejes albigenses. Célebre es su sentencia: “Matadlos a todos, que el Señor se ocupará después de ver cuáles son los suyos”.
El visitante había leído la frase en otros registros de la crueldad (en Vargas Llosa, en Eco). Entre aquellos juguetes, uno había muy grosero por su forma y tamaño:
-No es un juguete -precisó el director-. A los sobrevivientes de la masacre se los sentaba en esta pieza de hierro, caldeada al rojo vivo, hasta que confesaran.
De un perchero cercano colgaba el sombrero amarillo que en tiempo del papa Pablo IV (1555-1559) debían llevar los judíos cuando salían del gueto.
-Como hoy, ese mundo reclamaba una revolución –gritó don Gabriel, asqueado.
-¡Apaciguaos, buen hombre!, pensad a este propósito en Celestino V –sugirió el señor Eric-. Asqueado como vos de la Roma inicua, llevó la corte a Nápoles, en 1294, decidido a una reforma que favoreciera a los pobres; pero de nada valió que armara su pobre choza en el interior del palacio; así que, recogiendo los anteriores andrajos de ermitaño, retornó a su cueva a lomo de un borrico.
Como el visitante, al oírlo, no pudiera reprimir una maldición, el director estalló:
-¡Abandonad vuestro sueño! ¡Salid de mi libro, oh, impostor!
-¿Vuestro libro? ¿Quién sois vos? –preguntó abrumado.
Al despertarse, don Gabriel Alero vio que había dejado abierto sobre la mesa de noche el libro aún innombrable del escritor Eric Frattinii.
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