Un abogado, maestro y hombre de cultura que cedió ante la muerte en lucha encarnizada, sin sentirse derrotado 
 
José Serrano en los últimos tiempos de Presidente de la Corte de Justicia del Azuay, poco antes de su muerte.
A José Serrano González no le sorprendió la muerte: por cinco años, en desigualdad de condiciones, le dio batalla tenaz, esperándola serenamente a que entrara a cualquier hora en su casa. 
 
Un cáncer le consumió lentamente hasta que el corazón le dejó de latir el 4 de julio pasado, después de impulsar hasta la última gota de vida. “Yo no le tengo temor ni recelo a la muerte, más allá del sufrimiento que pueda causar mi desaparición a los seres queridos”, dijo poco tiempo atrás al autor de la presente nota periodística.
 
Además, desde que le anunciaron su cáncer terminal, la muerte fue un tema recurrente en sus artículos en diario El Tiempo: “Para el que escribe estas letras se ha convertido en una tarea rutinaria la lucha cotidiana con la muerte, sin que ello signifique que me haya dado por vencido ni que piense tirar la toalla, dándole un triunfo fácil a la maligna”, escribió con ironía alguna vez. 
 
El camino final tenía despejado y lo transitó sin titubeos. La muerte de José Antonio, su hijo de 36 años, asesinado el 2 de septiembre de 2012, le familiarizó todavía más en la ruta: “Tu viaje apresurado hacia las sombras, creo que no es otra cosa que una lección más que me has dado, para hacerme saber que no hay que temerle a la muerte y que te has adelantado, para quitarme las zarzas del camino hacia lo desconocido, hacia la nada o el olvido”, apuntó a pocos días de aquel episodio criminal y trágico.
 
Por entonces José Serrano –lector incansable de todos  los días- había vuelto sobre la novela El olvido que seremos, del colombiano Héctor Abad Faciolince, que trata del amor del hijo por el padre, médico y político combativo por causas sociales y los derechos humanos, muerto a tiros de sicarios, obra en la que descubrió  sentimientos íntimos asociados a su desgracia personal.
 
Los libros por todas partes en la residencia del hombre de lecturas interminables
En la novela el argumento es al revés, el sufrimiento del hijo por el padre asesinado, con párrafos en los que José creía identificar su propio sufrimiento: “La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo  había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse”, decía el protagonista de la obra literaria y añadía:  “también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío…”
 
El libro del colombiano le conmovía, como si aludiera no solo a la tragedia personal del autor, sino a la de todos los humanos atravesados por situaciones afines. Una hermana del protagonista muere con cáncer a los 16 años, en la más pura adolescencia, descalabrando la felicidad de la familia: “La muerte de un recién nacido, o la de un viejo, duelen menos. Hay como una curva creciente en el valor de la vida humana, y la cima, creo yo, está entre los quince y los treinta años; después la curva empieza lenta, otra vez, a descender, hasta que a los cien años coincide con el feto, y nos importa un pito…”, subrayó José, recién pasado de los 70, en el texto que lo percibía como si fuese escrito para él.
 
La inminencia de morir no le quebrantó de miedo y procuró sobrellevar la vida normal, con la rutina del trabajo judicial, la docencia universitaria, las relaciones sociales y de familia, más el vicio de leer todos los días obras literarias y de historia. En la vida no había hecho otra cosa que comprar libros y llenar con ellos la casa: en la sala, en el comedor y en los corredores estaban los libros, inspiradores de reflexiones y comentarios: “Los libros devuelven ciento por uno y van ensombreciendo la casa, tapando la entrada al sol, clausurando los rincones, hasta que uno comprende que se ha fabricado una tumba de libros, como otros se la fabrican de plantas o de porcelanas… Esta es la tradición de los libros, el peligro de haber vivido entre libros. Así es como las flores, nos chupan el oxígeno y nos van matando”.
 

 

Casa adentro, con un retrato de Neruda traído de Chile en uno de sus viajes repetidos
Extirpado un riñón y con el cáncer de hígado a cuestas, José Serrano vivió intensamente día a día, a plenitud de conciencia, como solo puede hacerlo un condenado a muerte, aprovechando cada instante de sentirse vivo. Las clases con los alumnos universitarios son charlas, diálogos y vivencias y el trabajo judicial distrae el tiempo para pensar en tantas rutinas que importan en la vida y para engañar al riñón adolorido, “sólo uno, porque el otro lo perdí gracias a la sabiduría de un médico pendejo”, diría con humor en un artículo.
 
Pero el tiempo apremia y entre quimioterapias y cirugías se escurre en vertiginosas cuentas regresivas. Él siente y comprende el disimulado sufrimiento de los seres queridos y la mejor manera de confortar a cada uno es amándolos más y tratando con naturalidad el tema de la enfermedad que avanza sin tregua ni remedio por el cuerpo, pero no por su espíritu reacio a la derrota.
 
Los años pesan, más para quien lleva sobrecargas que no está a su voluntad alivianarlas. El crepúsculo de la vida es el mejor momento para reflexionar y recordar sobre los caminos recorridos desde los lejanos paisajes de la infancia y la juventud y reencontrar el tiempo perdido, de mano del viejo Marcel Proust al que tanto admira, lo relee y le recuerda sus tiempos infantiles, como las picardías con “las monedas, los sueltos sustraídos a hurtadillas al abuelo, esas monedas que florecían milagrosamente en los bolsillos de la infancia, inmediatamente eran un puñado de delicados, de roscas, masticados de prisa, con hambre clandestina”.
Es tiempo también de gratitud con los seres íntimos que le dieron sentido y riqueza a la vida y ante quienes sólo puede sentirse en deuda, inclusive con Juan Antonio, el hijo asesinado hace menos de un año: “Mi deuda para Juan Antonio, mi mujer y mis tres hijos, y ahora para con mis nietos y nueras, es eterna, porque además la hora ya es tardía y no me queda mucho tiempo para restituir lo recibido…”
 
Rocío, la esposa que le dio cuatro hijos, ocupa un espacio inefable en los postreros tiempos. “Me ha enseñado a navegar en el océano de la serenidad, haciendo que confíe en llegar a la otra orilla con el espíritu en paz”, escribe, e insiste poéticamente en su afecto: “Tiene el regazo tibio en donde descansa mi cabeza, la brisa sopla suavemente cuando ella está conmigo; su palabra cicatriza mi pena, su abrazo me protege de la inclemencia de las perversidades; en su ausencia la veo en el jardín de la casa, en los libros que leo, en la forma en que ha colocado determinado adorno…La monotonía de la soledad se transforma en oasis con tan sólo su presencia”.
 
José vivió y murió a conciencia. Acaso en la cuenta regresiva volvió a hojear El olvido que seremos, del novelista Abad Faciolince, en especial ese párrafo que parecía escrito expresamente para que él lo releyera: “Yo estoy muy satisfecho con mi vida y no le temo a la muerte, pero todavía tengo muchos motivos de alegría: cuando estoy con mis nietos, cuando cultivo mis rosas o converso con mi esposa. Sí, aunque no le temo a la muerte… quiero morir rodeado de mis hijos y mis nietos, tranquilamente…”
 
Y estaba tan sereno la víspera de morir, que escribió un artículo al que tituló El Muro, aparecido el 5 de julio, el día de su sepelio, en el que como un epitafio, decía: “Cuando nos acercamos al final de la existencia nos damos cuenta de la aplastante realidad e importancia de las palabras para nuestra triste especie: son la vida después de la muerte, porque lo que hayamos dicho o escrito quedará como testimonio de nuestro paso por el mundo: las palabras detrás del muro reflejan nuestro ser, nos condicionan y representan desde el más allá”. 
 
La familia, la casa, los recuerdos
José Serrano González nació en Cuenca en 1942. Estudió Jurisprudencia y se doctoró en Derecho, siguiendo una tradición de antepasados abogados que continuará en las futuras generaciones.
 
Estuvo casado con Rocío Salgado, Juez de la Corte Nacional de Justicia. Sus hijos ocupan altas funciones en el Gobierno del Ecuador: José es Ministro del Interior; Javier es Coordinador regional del Ministerio de Agricultura y Jorge Luis es Viceministro de Cultura.
 
Siempre perteneció a la función judicial, que la alternó con la pasión de lector empedernido a lo largo de la vida, así como con la docencia universitaria. También fue un viajero apasionado por el mundo, de donde retornó enriquecido de vivencias, con cargamentos de libros, bastones, pinturas y recuerdos.
 
Su casa es una biblioteca en todos los espacios; en paredes y sobre los estantes lucen obras de arte y objetos curiosos traídos de los recorridos por el mundo. En un área especial están decenas de bastones, que los gustaba coleccionar, empezando por los que le llegaron por herencia. Una profusión de caballos de madera, metales o cerámica adorna las superficies disponibles entre los libros, evocando su afición juvenil por la equitación en la hacienda paterna en los altos cerros de Chilchil, en la provincia del Cañar.
 
Rodeada de jardines y árboles que le aislan del bullicio urbano, su casa al sur de la ciudad de Cuenca está a poca distancia del río Yanuncay, cuyo apaciguado rumor es perceptible en la noche, aunque él ya no esté presente. 
 
Cuando murió el 4 de julio de 2013, era Presidente de la Corte Provincial de Justicia. En diciembre de 2012 entregó al público su libro La Vida y las Palabras, con ensayos y artículos sobre la vida cotidiana, literatura, filosofía e historia, a través de los cuales reluce la sabiduría del lector contumaz, del crítico y pensador que reflexiona sobre la vida y los valores del hombre y del mundo, así como sobre la muerte, con la que termina todo, porque el más allá no es para él –laico y agnóstico, como se calificaba- sino sinónimo de la nada y del olvido. 
 

 

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