En menos que canta un gallo, subieron en brazos, como a una criatura, al recién venido; y éste, sin hacerse de rogar, tizna el papel por aquí, tizna el papel por ahí, comenzó a delinear en la elipse del hacha de armas los perfiles de un rostro humano, que iba sacando de ese pequeño retrato traído de Bogotá

 

Frontis del antiguo edificio municipal donde se solía colocar pinturas ocasionales apropiadas a las fechas
El relato de Octavio Cordero Palacios que se reproduce en estas páginas es tomado de Miscelánea Histórica del Azuay, publicación de la segunda década del siglo XX que recoge noticias, curiosidades, discursos y múltiples documentos sobre la vida, cultura e historia de Cuenca. La recopilación la hizo el presbítero Miguel Ángel Jaramillo, quien tuvo el cuidado de encuadernarla en varios tomos que, junto con su biblioteca, pasaron a propiedad de la Casa de la Cultura de Cuenca. Son un tesoro bibliográfico.
 
El trabajo se refiere a la visita de Bolívar a Cuenca en 1822. El protagonista es un muchacho que retrató al Libertador en el frontis municipal, por lo que fue premiado con dos onzas de oro, que serían la semilla de una fortuna dedicada a la beneficencia.
 
Hijo natural, el personaje nacido  hacia 1815 financió orfanatos, asilos de ancianos, el leprocomio, un hospital para incurables y dejaría en herencia bienes y recursos a beneficio de pobres y menesterosos. Con estos antecedentes, transcribimos el texto que deja conocer la fase ignorada de un personaje desconocido como artista, pero sí como filántropo cuyas obras perduran aún hoy.
 
Corría el 6 de Septiembre de 1822, y algo extraordinario debió de haber ocurrido entonces, hacia las dos de la tarde de ese día, en la Plaza Mayor de esta ciudad, junto a la puerta de su Casa Consistorial, la misma precisamente que de Cuartel sirve ahora.
 
En efecto, hacia la parte superior de un andamiado puesto sobre aquella puerta, se veía, entre hachas de armas y banderas de Colombia, una enorme elipse de papel, tiznada de grandes trazos de carbón; y hacia la inferior, debajo casi del andamio, un apretado grupo de gente de pantalones, en torno de otro de Señoras, elegantemente vestidas, una de las cuales, sentada en tierra, tenía sobre su falda la sangrienta cabeza de un muchachón, bajo y rechoncho, en estado de muerte, al parecer. Además, y esto es de notarse especialmente, por entre el grupo de Señoras discurría sobre excitado un apuesto militar, de charreteras de Comandante, expidiendo órdenes más bien de Esculapio que de Marte, pues que terminaba todas ellas con estas palabras: ¡Alcohol y vendas! Hay que salvar al muchacho! El espíritu! ¿Quién marchó por el espíritu? ¿No me entendéis, no me oís…?
 
Pues era lo ocurrido que ese día –víspera de aquel en que Bolívar debía hacer su entrada en esta ciudad-, el Teniente Coronel Don Francisco Eugenio Tamariz, había juntado en uno a cuanto maestro pintor pudo encontrar a la mano, bajo la orden terminante de reproducir en gran tamaño, en la elipse de papel del hacha de armas, un pequeño retrato del Libertador, traído últimamente de Bogotá.
 
Ausente el famoso Lluqui, encargado como estaba del arreglo artístico de las pascanas que, en el Cucho, Yerbabuenas, Zhipti y Quinoas debían albergar al mismo Libertador, los cuitados de esos maestros no habían hecho más, desde que rayara el alba, que dar punta a los ramos de sauce carborinizado, que debían hacer de lápices de la obra. Ya estos lápices se contaban por centenas y ninguno se encontraba usado todavía, con motivo de que no había maestro que se resolviera a hacer de tal, prefiriendo todos el modesto papel de ayudantes de pintor, por no caer bajo la indignación artística del Comandante Tamariz, caso como era seguro, de que fracasaran en su intento.
 
Ya había dado la una el reloj público de la ciudad, que reloj público hemos tenido desde entonces, y ningún maestro se había atrevido todavía a subir al andamio, para dar principio a la obra. El Comandante Tamariz, desasosegado, inquieto, montado en cólera ya, iba y venía de su casa a la Consistorial, unas veces para estimular suavemente a los maestros, y otras, para dejar oír refunfuños de impaciencia, capaces de dar en tierra con la habilidad pictórica del mismísimo Rafael. ¿Qué iba a ser de nuestros malaventurados artistas? Un  Ángel en forma humana, pero nada radiosa y gallarda, por cierto, vino a sacarles de su atolladero.
 
Asomó, la una dada… Pero dejemos a los mismos maestros decirnos quién asomó.
 
_ ¿No es el Tocho?, dijo de repente uno de entre ellos, distinguiendo hacia la esquina del Carmen una pequeñísima figura que avanzaba a la Casa Consistorial.
 
_ ¿El Tocho Tadeo? Cierto!, exclamó otro, tendiendo la vista en la misma dirección.
 
_ ¡Que a buena hora, Tochito, Tochito, Tadeíto!, claman todos, corriendo hacia la figurilla que venía.- Ea, pues, ahora te luces, lindo Tocho! Al andamio, al andamio de contado…!
 
Y dicho y hecho, y en menos que canta un gallo, subieron en brazos, como a una criatura, al recién venido; y éste, sin hacerse de rogar, tizna el papel por aquí, tizna el papel por ahí, comenzó a delinear en la elipse del hacha de armas los perfiles de un rostro humano, que iba sacando de ese pequeño retrato traído de Bogotá.
 
Era de verse cómo se apresuraban los maestros a presentar sus lápices, al dibujante, y de notarse el concurso que iba reuniéndose en su torno, así como puso mano a la obra. Caballeros, Señoras, soldados, artesanos, viejos, mozos, la mar, en fin, llenaban casi un cuarto de nuestra Plaza Mayor, cuando asomó por la espalda el Comandante Tamariz, y paso a paso, fijo los ojos en el dibujo, llegó sin que nadie lo notara, y se paró a obra de pocas varas del andamiado. Sin duda que el dibujante debió de echar en ese momento el trazo típico de la fisonomía del Libertador, sí, sin duda, porque con el tono más grave de su profunda y sonora voz, sin poderse reprimir, exclamó el Comandante Tamariz: “Bien, muchacho, bien lo estás haciendo! Adelante sin temor!
 
   Mas ¡Ay! Que entonces todo fue oír la voz del Comandante Tamariz, cuando sobrecogerse el muchacho y venirse del andamio abajo, de cabeza sobe el empedrado de la calle. El Tochito, el Tadeíto yacía en tierra como muerto, echando sangre de la coronilla a borbotones. Levantóle en brazos el Comandante Tamariz, vio la herida, tentó el rostro del muchacho, y depositándole en la falda de una Señora, se puso a dar esas rápidas y perentorias órdenes de que hablamos al principio de este escrito.
 
Por fortuna, la cosa no había sido grave. Vuelto en sí el muchacho, a la primera aspiración del espíritu que se le trajo; hecha la cura de la herida, con limón azucarado, y recuperados los ánimos con el conforto de dos vasos de rosero, precisamente de aquel rosero que tenían preparado las Conceptas para el mismísimo Bolívar, tornó el muchacho al andamio, y a eso de las cuatro de la tarde de ese día, la población toda de Cuenca desfilaba por frente a la casa Consistorial!, conociendo en la efigie hecha por el tocho Tadeo, tales eran sus palabras, al famoso personaje que había de ver en su propio bulto, dentro de veinticuatro horas, a lo más.
 
Y lo vio en efecto, porque al día siguiente hizo su entrada el Libertador en nuestra ciudad, sucediendo que después de las veinte y más arengas con que le obsequiaron oficialmente nuestros Padres, traída la conversación al terreno de lo común y ordinario, la hizo recaer el Comandante Tamariz sobre la escena que acabamos de describir. Curioso el Libertador, mandó que le fuese presentado Tadeíto, y hallado éste a duras penas, se introdujo casi a la fuerza a la sala de palaci, se llegó junto a Bolívar, balbuceó algo, que debe de haber querido ser como un saludo o cosa así; sintió que se posaba sobre su hombro una de las manos de ese gigante moral; notó que la otra dejaba entre las suyas dos onzas de oro de buena ley, y se dio cuenta, en fin, de que se le despedía con algunas palmadillas a la espalda, palmadillas indispensables en toda despedida paternal.
 
Y bien, ¿y aquellas dos onzas? .Pues bien, aquellas dos onzas fructificaron en manos de Tadeíto, y están convertidas ahora en nuestro Asilo de ancianos y en los fundos que lo sustentan, y ese Tadeíto es el primero de los filántropos cuencanos, que ha pasado ya a la Historia con el nombre de el Señor Don Tadeo Torres.
 

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