Por Eliécer Cárdenas
Juan Pablo II dejó un legado que ahora parece pesar sobre la Iglesia: una rigidez que contribuye sin duda a la falta de vocaciones religiosas. ¿Por qué no permitir el matrimonio de los curas párrocos si esta prohibición no es ningún dogma sino un mero acto administrativo eclesiástico? ¿Por qué no permitir que las mujeres, la mitad de los fieles católicos, ejerzan el sacerdocio en una época de igualdad de género?
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La renuncia del Papa Benedicto XVI para convertirse en una especie de prisionero de por vida, y la subida al solio papal del argentino Jorge Mario Bergoglio, llamado Francisco en su pontificado, son dos hechos sorprendentes en la historia de la jefatura católica. Desde hacía seiscientos años ningún pontífice había renunciado, y ningún americano había sido papa. Es evidente que en ambas decisiones se halla de por medio la profunda crisis que se abate sobre la Iglesia Católica, la más grande confesión cristiana.
Pérdida de vocaciones religiosas, vaciamiento de las iglesias, merma del influjo sobre la sociedad, son algunos de estos síntomas de decadencia, a lo cual se suman las denuncias sobre casos de pederastia en religiosos, no sancionados por una visión contemporizadora a todas luces errada de parte de la Iglesia hacia esos casos, y si a ello se suma manejos supuestamente “non sanctos” en las finanzas vaticanas, la crisis es evidente.
La Iglesia Católica en las últimas décadas se ha aferrado a puntos de vista tradicionales, conservadores. ¿Podrá Bergoglio revertir esta deriva? Muchos lo dudan porque miran al ex cardenal argentino como un conservador, aunque se refiere constantemente –es su mérito- al papel de la Iglesia frente a los pobres. Juan Pablo II, llamado “El Grande” por círculos conservadores católicos, surgió de la Iglesia fuertemente anticomunista de Polonia, actitud que la universalizó, si cabe, en su pontificado, sin discernir que si en su país natal el anticomunismo podía ser patriótico en cambio en zonas como América Latina se había identificado siempre con lo más retrógrado, con el Imperio y las manipulaciones de la CIA.
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Esta falta de visión de Juan Pablo II le llevó a condenar sin ambages a la llamada Teología de la Liberación, que si bien en sus casos más extremos había transado pura y simplemente con el Marxismo y su política, en cambio en líneas generales constituía un aporte a la Iglesia en tanto opción por los marginados y las víctimas de sociedades injustas.
Juan Pablo II dejó un legado que ahora parece pesar sobre la Iglesia: una rigidez que contribuye sin duda a la falta de vocaciones religiosas. ¿Por qué no permitir el matrimonio de los curas párrocos si esta prohibición no es ningún dogma sino un mero acto administrativo eclesiástico? ¿Por qué no permitir que las mujeres, la mitad de los fieles católicos, ejerzan el sacerdocio en una época de igualdad de género? Estos son dos interrogantes que suelen hacerse críticos del férreo conservadurismo vaticano. Además, el propio Estado de la Ciudad del Vaticano ya parece un anacronismo, que según algunas opiniones inclusive de los propios católicos, debería desaparecer para ser remplazado por algún tipo de autonomía y extraterritorialidad de la administración papal en Roma, si se quiere que ésta siga siendo la sede del Catolicismo.
En Europa las iglesias se vacían y aumentan las mezquitas del Islam. En América Latina las confesiones evangélicas ganan terreno al tradicional catolicismo del continente evangelizado por los misioneros católicos. “Renovarse o morir” puede ser una consigna que también puede servir para que la Iglesia no se anquilose, con un papa latinoamericano o de cualquier otro lugar.
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