Por Julio Carpio Vintimilla

 

¿Qué caracteriza a nuestros caudillos? Las virtudes y los defectos del personalismo extremado. Virtudes: valentía, liderazgo, ambición, representatividad (de un sector social o de un área geográfica). Defectos: mesianismo; egoísmo y egolatría; prepotencia o fanfarronería; exclusivismo y capricho; demagogia; ineficacia e irresponsabilidad… Gracias a sus cualidades positivas y a los frecuentes y lamentables vacíos de nuestra circunstancias, llega a tener una autoridad suprema, indiscutida y casi indiscutible.

 

Juan Ponce de León fue un conquistador español. Esto casi seguramente ustedes lo sabían. Lo que quizá no sabían,en cambio, es que tan distinguido caballero pasa por ser el descubridor de la Corriente del Golfo. (En realidad, lo fue el piloto de su barco, de apellido Alaminos.) Y vamos al tema de hoy. Ponce es considerado el mejor representante de un importantísimo rasgo cultural hispanoamericano: la valentía y el arrojo personales. (Rasgo emparentado, por supuesto, con nuestro famoso machismo. Y tan generalizado y destacado que hasta consta en la muy intelectual obra de Borges. Palabras de su poesía porteña: Era de los que pisaba firme… de aquellos malevos… que fundaron la secta del coraje y el cuchillo… Siempre el coraje es mejor…) Bueno, un día -- estando el barco del conquistador en la costa de la Florida -- sus marinos avistaron a una multitud de indios. Vamos contra ellos -- les dijo impulsivamente Ponce. / Son muchos, demasiados, capitán… -- le observaron sus marinos. / ¡Así que me vienen con eso! Entonces, cobardes, yo me voy solo contra los indios… -- replicó Ponce y, espada en mano, empezó a caminar decididamente en dirección a ellos. / Avergonzados, los marinos le siguieron. Y, resultado notable, les derrotaron a los sorprendidos e impreparados nativos. ¿Qué les parece?
 
Otra anécdota pertinente. (Contada por Álvaro Mutis, un conocido y muy interesante escritor colombiano.) Llegaba él, una tarde, en un microbús, a uno de esos calurosos y descuidados pueblos del suroeste de su país. Y el grupo, del que formaba parte, se detuvo allí para tomar unas cervezas. El bar que habían elegido tenía una trastienda, donde unos clientes jugaban al billar. En el espacio frontal, -- aparte del ruidoso grupo de Mutis -- había nada más que un cliente solitario. De pronto, éste se puso de pie y gritó: ¡Señores! Y, a continuación, con una voz vigorosa y bien educada, empezó a dar un extraño discurso. (Salpicado con referencias a Bolívar, a Sucre, a la batalla de Ayacucho, etc.) De la trastienda salió un grito: ¡Cállate, viejo loco! / ¿Quién era el personaje del discurso? Mutis no nos indica su nombre. Pero, -- por las señas que nos da y lo que nosotros sabemos -- es fácil deducir que se trataba de Velasco Ibarra. El mismo Velasco que, unos días después, el 28 de Mayo de 1944, sería recibido apoteósicamente en Quito… ¿Se acuerdan ustedes de La Gloriosa?  Bien, ¿y  para qué traemos a cuento este sucedido? Pues, para señalar que la extravagancia -- como la dicha valentía -- suele ser una de las facetas más notorias de nuestro caudillismo.
 
Y, en este punto, es oportuna la referencia etimológica. La palabra caudillo no procede de caudal o de cauda. (Aunque esto suele afirmarse frecuentemente. Caudillo, según tal versión, sería aquel hombre que dispone de una cantidad de personas o que tiene una cola de gente que lo sigue.) Muy al contrario, caudillo viene de la palabra latina caput, cabeza. Más precisamente: de capitello, un diminutivo del latín popular de la decadencia romana. (Una época de extrema fragmentación territorial y social; el feudalismo, como se sabe.) Por lo tanto, el capitello  original era nada más que un cabecilla, un jefezuelo… Poca cosa. Avanzada la Edad Media, sin embargo, se va produciendo, en Europa, cierta unificación de los feudos. Como consecuencia, la categoría del cabecilla, en lo personal y social, se magnifica. Y la nueva palabra que lo designa -- caudillo -- se dignifica. Se dignifica tanto, que llega a significar paladín, adalid, campeón, héroe… Adiós al diminutivo.
 
Y, así, llegamos a la leyenda: Bernardo del Carpio; quien, con los vascos, habría derrotado a Carlomagno en Roncesvalles; Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, el mito de las luchas de la Reconquista… / Y lo demás ya es Historia. Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán de la Guerra de Italia; los exploradores, los conquistadores. En la Colonia americana, ciertos criollos, ciertos caciques. (Berbeo y  Galán, Los Comuneros neogranadinos; Tupac Amaru, el último Inca…) Y los libertadores -- Miranda, Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins -- son, en una muy buena medida, la flor y nata de nuestro caudillismo. Nuestros únicos caudillos verdaderamente grandes y positivos. Pero, a continuación, viene, otra vez, un proceso de deterioro. En el siglo XIX latinoamericano, los caudillos se reducen a ser jefes nacionales o provinciales. (Artigas, entre libertador y caudillo provincial; Quiroga, Páez, Núñez…) Y, en el siglo XX hispanoamericano, el caudillo representa nuestra versión del “hombre fuerte” de todas partes. (Militares, como Franco y Perón; civiles militarizados, como Alfaro, Villa y Castro, y, en alguna forma, El Che; civiles autoritarios, como Yrigoyen y el mismo Velasco Ibarra. Hubo también una primera caudilla grande, con poco poder efectivo: Eva Perón. Y, en el siglo XXI, ha aparecido otra caudilla, con muchísimo poder efectivo: Cristina Fernández de Kirchner.)
 
¿Y qué es lo que caracteriza a nuestros caudillos? Pues, las virtudes y los defectos del personalismo extremado. Virtudes: valentía, liderazgo, ambición, representatividad ( de un sector social o de un área geográfica). Defectos: mesianismo; egoísmo y egolatría; prepotencia o fanfarronería; exclusivismo y capricho; demagogia; ineficacia e irresponsabilidad… (En la balanza, estos defectos suelen pesar mucho más que las virtudes.) Gracias a sus cualidades positivas, -- y a los frecuentes y lamentables vacíos de nuestra circunstancias -- el caudillo llega a tener una autoridad suprema, indiscutida y casi indiscutible. Llega a ser la corporización de una especie de autoridad natural y primitiva; el ápice de una cierta jerarquía espontánea. Es muy explicable, por lo dicho, que los caudillos aparezcan en las sociedades cívicamente débiles, estancadas, atrasadas y desiguales. Y que sólo sean capaces, a menudo, de crear esos movedizos tinglados políticos, que son las estructuras populistas (Velasco Ibarra, Guevara Moreno). Aunque, por otra parte, también hayan tendido -- a partir del Falangismo español y de la Revolución Cubana -- a la progresiva concentración del poder y aun al control totalitario. (Chávez y compañía; en alguna medida, el Peronismo.)
 
En palabras comunes, mientras la fortuna lo acompaña, el caudillo es un rey. Un auténtico y funcional rey. (Con todo lo que esto tiene de simple, de anacrónico y de perjudicial.) Los argentinos suelen hablar de su Reina Cristina… ¿Habrá que añadir que, para el caudillo, la ley -- es decir, el contrato civil básico de la democracia y el republicanismo -- es algo adjetivo e insignificante? Sí. Pero solamente para señalar y destacar un hecho que ya, por sí mismo, es bastante visible. Y hay que especificar también algo menos visible: que el caudillo es un rey aceptado; implícita o explícitamente aceptado. (A diferencia, por ejemplo, de un dictador militar; el que, en la mente del pueblo, es un usurpador del poder… Batista, Pinochet y Videla no eran -- en esto, al menos -- propiamente caudillos.) Además, adviértase que el caudillo no puede tener, al empezar su carrera, una legitimidad. Pero sí tiene, en potencia, algo que, luego, aparece como aun mejor: una legitimación. (Castro: La igualdad de los hombres y las naciones. Alfaro: El establecimiento de las libertades civiles. Perón: La inclusión social de los pobres y los marginados. Velasco Ibarra, modestamente: El voto popular y la obra pública.) Y esa legitimación se facilita con el mesianismo: Llegó El Salvador… Y se enreda y se embrolla -- lo cual viene muy bien para confundir al pueblo -- cuando se le añaden las ideologías: Socialismo, Fascismo, Nacionalismo, Cristianismo, Indigenismo, Ecologismo… (Castro, Chávez, Correa, Morales…)
 
Desde otro punto de vista, el exclusivismo del caudillo produce la obsecuencia o la incondicionalidad de sus partidarios. (No le aconseje usted al caudillo; no le haga reflexiones; no le objete. Limítese a obedecerle. El que manda, manda. Y, además, disimule y oculte sus errores…) El caudillo tiene pleno derecho a exigir -- al estilo militar o religioso -- la obediencia debida. (Disciplina “orgánica”, lealtad, prescindencia o autonegación de los derechos y las atribuciones de cada uno…) Y los subalternos creen -- o simulan creer -- en la bondad o la necesidad de tal exigencia. Finalmente, el exclusivismo directivo y la pasividad subalterna dan un explicable resultado: la frecuente ineficacia de la gestión. Los caudillos suelen ser ineficaces no por los fines que persiguen, sino por las formas de proceder. Un caudillo es exactamente lo opuesto de un buen coordinador o un buen jefe de equipos. (Lo moderno, lo democrático…) Y es, nada más y nada menos, que el gran titiritero social, el único hombre que maneja todos los hilos del poder de un país…
 
¿Alguna lección? Sí, señores. Los caudillos son casi siempre unos políticos muy poderosos y muy negativos. Pobres los pueblos que tengan que sufrirlos. 
 

Suscríbase

Suscríbase y reciba nuestras ediciones impresas en su oficina o domicilio llamando al 0984559424

Publicidad

Promocione su empresa en nuestras ediciones impresas llamando al 0999296233