Por Marco Tello
Podemos inferir algo por lo cual es preciso darle también gracias a la vida: el habernos procurado amigos admirables. Al cerrar el libro, nos acude a la mente la figura de Mario Jaramillo Paredes, cuyos méritos acaban de ser objeto de público reconocimiento ciudadano. Quienes hemos compartido con él muchos años de formación y de docencia nos adherimos al justo homenaje
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Releer es una faena siempre motivadora. Esta vez, se trata de un ensayo de Cicerón sobre la vejez, vertido al español por Eduardo Valentí Fiol, lectura consoladora para estos tiempos de crisis posmoderna.
El orador romano vivió entre el -106 y el -43. Admirador de la cultura helénica, fue pensador más que político; por ello, se dice que terminaba siempre en el partido equivocado. Tenía 62 años; estaba separado de la mujer y había perdido a su hija Tulia. Presintiendo la propia muerte, se entregó a lo que más amaba: meditar y escribir. Entre sus tratados, compuso este, sobre la vejez, cuyo tono reposado induce a los investigadores a creer que fue escrito antes del 15 de marzo del -44, día del asesinato de César.
El ensayo es un diálogo entre el anciano Marco Porcio Catón (-234 -149), padre de la literatura latina; Publio Cornelio Escipión, amante de la cultura helénica; y Cayo Lelio, estimado entre los más cultos de Roma. Está dedicado a Tito Pomponio Ático, llamado así por su dominio de la cultura griega. Con esta obra, quiere Cicerón aliviarse y aliviarle al amigo de la carga común de los años, y declara que su composición le ha borrado las molestias de la vejez, tornándola dulce y placentera.
Así, pues, hace que Catón vaya rebatiendo cada una de las cuatro razones por las que se considera miserable la vejez: a) aparta al individuo de los negocios; b) debilita el cuerpo; c) le priva de los placeres; d) no dista mucho de la muerte. Tomamos para la presente nota algunos ejemplos con que Catón ilustra sus refutaciones.
a) Hay buenos negocios para la vejez. Andaba en la ancianidad Sófocles (-496 -406); había sobrevivido a todos los genios que integraban el círculo de Pericles (-495 -429); pero seguía entregado a escribir. Temerosos de que sufriera mengua la hacienda familiar, los hijos lo citaron ante el tribunal en pos de quitarle la administración de los bienes. Sófocles se limitó a leer “Edipo en Colono”, que acababa de componer, y preguntó a los jueces si les parecía obra de un viejo chocho. Emocionados, los del jurado lo absolvieron. El propio Catón, que siempre se había mostrado contrario a la adopción de las costumbres griegas en la vida romana, confiesa que se dedicó a los setenta años a aprender el idioma griego, para satisfacer una sed largo tiempo insatisfecha.
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b) El anciano no echa de menos la fuerza de la juventud, como de joven tampoco echaba de menos la fuerza de un elefante. Recuerda al famoso atleta Milón de Trotona, que entró por el estadio de Olimpia sosteniendo un buey sobre los hombros. ¿Preferiríais, si os dieran a escoger, la fuerza física del atleta griego o la energía mental de Pitágoras?, pregunta, y aconseja, para conservar la lucidez, practicar la costumbre pitagórica de ejercitar la memoria recapitulando por la noche aquello que se hizo durante el día.
c) ¡Qué mejor que estar liberado de pasiones juveniles! Sin festines, mesas bien provistas ni libaciones, el viejo tampoco tiene embriaguez, indigestión ni insomnio; aunque no carece de sensibilidad para los placeres. Catón prefiere, a su avanzada edad, el deleite de la conversación, el encanto de la agricultura y no puede contener la emoción ante la fuerza creadora de la tierra. La edad no es obstáculo para conservar hasta los últimos años nuestras aficiones, dice. Pero la corona de la vejez es la autoridad, el reconocimiento ciudadano, que no dan las canas, porque es el fruto de toda la vida. Nada se compara con la autoridad en que termina el drama de la existencia, afirma.
d) La juventud está expuesta a más peligros mortales que la vejez. Si el joven abriga la esperanza de vivir mucho tiempo, el viejo lo aventaja, porque ya ha conseguido lo que el joven espera con incertidumbre. Por lo demás, de poco sirve vivir 120 años, como Argantonio, pues nada que tenga término es realmente duradero. Y asegura que un breve tiempo de vida es lo suficientemente largo para vivir bien y en forma honrada.
Aunque en el ensayo no se diga textualmente, podemos inferir algo por lo cual es preciso darle también gracias a la vida: el habernos procurado amigos admirables. Al cerrar el libro, nos acude a la mente la figura de Mario Jaramillo Paredes, cuyos méritos acaban de ser objeto de público reconocimiento ciudadano. Quienes hemos compartido con él muchos años de formación y de docencia nos adherimos al justo homenaje. Es dulce y placentero recordar que hace medio siglo fuimos compañeros en el “Benigno Malo”, colegio ya entonces casi centenario. Allí nos iniciamos en el ejercicio periodístico, alentados por unos maestros que nos enseñaron a leer y a escribir de tal manera que nos ha sido y nos será difícil olvidarlo.
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