Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

La vejez es la última etapa del crecimiento humano. Nacemos enteros, pero nunca estamos terminados. Tenemos que completar nuestro nacimiento al construir la existencia, al descubrir caminos, al superar dificultades y al moldear nuestro destino. Estamos siempre en génesis.

 
   
   
En septiembre de 2013 completo los 65 años de edad y pasaré oficialmente a ser un jubilado del IESS, un Adulto mayor bajo la consigna de enfrentarlo con heroica serenidad y firmeza, dando batalla al tedio y poniendo calor a las ilusiones de razonable esperanza frente a ese caudal siempre inestimable de la vida. Eso, de ninguna manera, significa que estoy próximo a la muerte, porque ésta puede ocurrir ya en el primer momento de la vida y cada día que nos miramos frente a un espejo. Pero es otra etapa de la existencia, la postrera. Tiene una dimensión biológica, pues, inevitablemente, el capital vital se debilita, y nos despedimos lentamente de todo en medio de la prudencia, la mesura, la serenidad. Evidentemente, resultamos también más olvidados, quién sabe, sensibles a la dicha de vivir en todo lo que ella, en su plenitud exige, consume y repone.
 
Pero hay otro aspecto vital. La vejez es la última etapa del crecimiento humano. Nacemos enteros, pero nunca estamos terminados. Tenemos que completar nuestro nacimiento al construir la existencia, al descubrir caminos, al superar dificultades y al moldear nuestro destino. Estamos siempre en génesis. Comenzamos a nacer, crecemos a lo largo de la vida para paulatinamente entrar en el silencio. Y morimos.
 
Entonces la vejez es la última etapa que la vida nos ofrece para acabar de nacer, para madurar y para, finalmente, terminar de nacer.
 
Este es el desafío para la etapa de la tercera edad, especialmente para intentar hacer una síntesis final, integrando los recuerdos, reafirmando los sueños que nos sostuvieron por toda una vida, reconciliándonos con los fracasos y buscando sabiduría.

Hay muchos puentes que hemos cruzado por última vez y ahora toca refugiarse en  

 
 
 
 
 
una mecedora rodeado de las nietas, las hijas y la esposa inseparable. Sin embargo, cuando reflexiono, me asiste el coraje de abrir otros. ¿Cuáles?.
 
Los que se puedan, aun sí para eso hay que correr el riesgo del fracaso, del miedo. Abrir, por ejemplo, la puerta del futuro para dormir una siesta y ver la tele sin el pendiente de la patria en vilo, cruzar los mares en mitad de una tormenta, ver a las nietas crecer lejos de los análisis apocalípticos, escribir un libro, si es posible con la propia sangre.
 
No es buena idea contar nuestros días sólo como presentimiento del mañana. Menos ahora. Hay que continuar batallando con la vida, como la mayoría, para hornear el pan diario y honrar el trabajo de cada amanecer, y no mirar la vejez con un aire más que de resignación, de compasión. Mas, dejemos los achaques a un lado y pensemos solamente en las virtudes del Adulto mayor, que no es otra cosa que un cúmulo de experiencias y resignaciones, así como de previsiones y prudencias. De tal manera que el ideal de la vida que ha llegado a su meta, pasados los sesenta y cinco años – un poco más o un poco menos – ha de ser la transformación de los achaques de la vejez en las virtudes de la tercera edad.
 
Por fin, importa preparar el gran Encuentro. Ver los días que transitan desde la apacible y lenta expiación del año que dejamos hasta el alborozado natalicio del que recibimos. La Navidad desvaneciéndose hoja a hoja del calendario en perpetuo movimiento en medio de la nostalgia que es, sin duda, acordarnos de nuestra niñez y juventud – una vela en la lejanía de un largo horizonte – y poder adivinar lo que nos espera mañana. Entonces, el tiempo estará a mis órdenes. Después de tanta espera, esto es el ocio. ¿Qué haré con él?.
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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