Por Marco Tello

Marco Tello El genocidio ha seguido practicándose después del holocausto contra otros pueblos, bajo otros nombres, hasta nuestros días. Lo que ocurre es que las atrocidades y sus víctimas ya no caben en los museos de diseño convencional. ¿Por qué? Quizá porque buena parte de nuestro planeta se ha convertido en un gran museo del horror                                           

 

Luego de posar para la foto del recuerdo frente a los sitios emblemáticos del poder universal, quien pasa por  Washington no puede abandonar la ciudad sin entrar a la zona de los grandes museos que conserva en el centro de la capital federal el Instituto Smithsoniano. 
 
Dentro de grandes edificios de estilo neoclásico, se exhiben al público millones de piezas: vestigios minerales, muestras arqueológicas, restos de especies animales extinguidas hace millones de años, y una gama asombrosa de productos culturales desde la antigüedad remota hasta nuestros días. No cabe duda de que el examen prolijo, la captación sistemática de ese gran acervo que se halla a la disposición del conocimiento universal, demandará mucho tiempo, esfuerzo y perseverancia al estudioso, al profesional, al investigador de la cultura.
 
Al turista presuroso, en cambio, le ha de bastar un breve recorrido por las distintas   salas espaciosas para salir del lugar con una idea más clara y compleja de la organización del mundo. Si abre bien los ojos, la rápida visión le ayudará a reconocer la pequeñez del individuo en la vastedad del universo; y a reconocer, al propio tiempo, la grandeza potencial de la especie a la cual se pertenece, a pesar de una apariencia desvalida. En un lapso muy corto, en lo que duraría un suspiro en la evolución de nuestro planeta, la mente humana ha logrado perfeccionar su morada avanzando desde los raspadores y  las puntas de flecha hasta los viajes interplanetarios.
 
Sin embargo, este sentimiento de esplendor sobre el destino humano se ensombrece no bien el visitante traspone el umbral del Museo del Holocausto, creado en esa misma vecindad hace una treintena de años para recordar a las víctimas del programa de exterminio racial implantado por el régimen nazi en Alemania y en los territorios ocupados. Tampoco se siente aquí el pasar de las horas. De entrada, el espectador se ve sumido en una suerte de inconciencia ante el horror: la tortura, las prácticas de selección de las víctimas para el trabajo forzado, para la experimentación científica en carne viva, para la cámara de gas. Aunque mucho de cuanto se 
 

 

expone en las salas ya lo ha leído el visitante, lo ha mirado en los testimonios fotográficos o lo ha visto cómodamente sentado frente a la pantalla, la impresión es inenarrable cuando se halla manos a boca  con un rostro deformado por el espanto, con un traje a rayas de verdad, con un horno crematorio, con una montaña de zapatos de todo tamaño dejados obedientemente por las víctimas antes de entrar a la cámara de la muerte. Miles de rostros de toda edad miran desde las altas paredes como si preguntaran por su rastro, pues desparecieron junto con sus pueblos por el delito de pertenecer a una determinada raza. Casi sin darse cuenta, el visitante se ve arrastrado al interior del gran Salón del Recuerdo, donde arde permanentemente una llama en memoria de millones de víctimas judías. A las puertas de salida, gentes  de todas las razas miran sin mirar, con los ojos húmedos, al borde del llanto. 
 
Pero el genocidio racial tiene una vieja historia. En uno de sus libros, Eduardo Galeano nos recuerda episodios bastante recientes. En la actual Zimbabwe, los colonizadores ingleses establecieron, a finales del siglo XIX, unas reservas para aislar a los nativos, salvajes de color, obligados a trabajar en condiciones miserables para la ambiciosa minoría blanca. Hasta 1980, el país llevaba el nombre de Rhodesia, en honor del gran colonizador, Cecil Rhodes, rey de los diamantes. Ya mejor organizados, funcionaron los campos de concentración  en Namibia, a comienzos del siglo XX, a cargo de los representantes del colonialismo alemán. Allí se encerraba a los negros rebeldes para reducirlos al trabajo forzado o al laboratorio de experimentación científica. En esos laboratorios se entrenaron los maestros del doctor Mengele, recuerda Galeano.   
 
Pero el genocidio ha seguido practicándose después del holocausto contra otros pueblos, bajo otros nombres, hasta nuestros días. Lo que ocurre es que las atrocidades y sus víctimas ya no caben en los museos de diseño convencional. ¿Por qué? Quizá porque buena parte de nuestro planeta se ha convertido en un gran museo del horror.
 
 
 
 
 

 

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