Por Yolanda Reinoso
El hombre público se dedicó al estudio del Derecho, a su labor intachable en la Corte Provincial de Justicia, a compartir sin egoísmos su cosecha intelectual y cultural, y a impartirla por años tanto en la Universidad de Cuenca como en la del Azuay. Publicó obras resaltadas por juristas como una contribución de carácter único en su ámbito |
Los viajes que suelo referir son los realizados con especial cuidado: maleta, transporte, papeles, guía, y una actitud mental que descuidamos porque en el paso sucesivo de los días vemos sólo rutina de trabajo y hogar, y olvidamos que viajamos sin parar, en un llegar y salir sin tregua, a sitios y situaciones que, minimizados en su importancia, constituyen eslabones de la cadena vital.
En una escena diaria, con la familia |
El pasado 3 de julio falleció mi padre, el Dr. Ariosto Reinoso Hermida, y en esa dolorosa travesía, alrededor vimos la de muchas personas, cada quien con sus variantes pero en tránsito por una vía que, de poder, nunca hubiéramos elegido.
El hombre público se dedicó al estudio del Derecho, a su labor intachable en la Corte Provincial de Justicia, a compartir sin egoísmos su cosecha intelectual y cultural, y a impartirla por años tanto en la Universidad de Cuenca como en la del Azuay. Publicó obras resaltadas por juristas como una contribución de carácter único en su ámbito: “Principales Apuntaciones al Código Civil sobre la Prescripción” (1981), “Alegatos y Sentencias en materia Contencioso-Administrativa – La morosidad de la Función Ejecutiva” (1997), “El juicio acusatorio oral en el nuevo Código de Procedimiento Penal Ecuatoriano” (2001), más la producción jurídica inédita hasta poco antes de caer enfermo, prueba de que su actividad intelectual era pasión real y la publicación no era un objetivo sino un devenir de ésta.
La afectuosa relación con las mascotas |
Irradiaba sensibilidad ante sus seres queridos, los halagos de sus mascotas, la oportunidad de salvar una vida: con habilidad protegía plantas decaídas en parterres y parques, rescató un pichón de ala lastimada que vio en el patio de la Corte y no olvidaba comprar el alimento para las aves que, por cierto, le fascinaban.
Un acto estético admirable: el precioso jardín de orquídeas que cultivaba en la casa con esmero y un talento que abarcaba el conocimiento físico de cada planta, al punto de notar la caída de una hoja que a otros pasaba desapercibida, así como un afecto individual según la flor, la necesidad de abono, cambio de maceta, mayor o menor luz. Su fórmula de éxito: dedicación con emoción y razón, como hizo con su existencia.
Los viajes diarios que hizo dejan un legado de valores que sobreviven a su ausencia: me recuerda una frase de Bertolt Bretch en la que sugiere no temer a la muerte sino a una vida inadecuada, incongruente.
Mi padre sabía vivir, algo que no se puede decir de todas las personas. Disfrutaba a plenitud de aquello que le aportaba placer: familia, trabajo, comida, lectura, lugares nuevos, naturaleza. Su cotidianidad concordaba con lo que pensaba, sus palabras no caían al vacío, sino que reposaban en sus actos. Planificaba muy bien sus viajes, de rutina o no, y transitaba de forma que al concluir sus periplos diarios, la satisfacción fuese de los demás primero.
Esa vida plena y buen vivir se compensaron con un buen morir, la enseñanza final que nos dejó a los que quedamos con tiempo para comenzar, de no haberlo hecho antes, a saber vivir a fin de poder morir bien.