Por Marco Tello
El festín del petróleo, de Jaime Galarza Zavala, un texto de obligada referencia para entender un capítulo humillante de la historia ecuatoriana y latinoamericana. La publicación, que anda por la novena edición, constituyó en aquella época un acto de gran valentía intelectual. La intervención extranjera en los asuntos internos de los países operaba en silenciosa complicidad con los sectores políticos en puestos de decisión en la mayoría de gobiernos |
Parece que despertaba poco interés la forma en que se negociaba la explotación de los recursos naturales. ¿No daba el tema para el debate público? ¿Carecía de importancia para su tratamiento en los medios? Hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo pasado, nos era bastante indiferente el destino de los recursos no renovables generosamente depositados por la naturaleza bajo el territorio patrio. ¿No había mejores opciones de explotación de esa riqueza que las ofrecidas por las compañías angloamericanas? En medio de estas incertidumbres, parece que ellas se encargaban de imponer las condiciones.
El hermetismo que rodeaba a los procedimientos de concesión y de control hacía que el negocio casi no fuera tal para el Estado, pero que resultara redondo para los inversionistas foráneos. Era un secreto a voces el que aun nuestra política interior se supeditaba a los intereses de las transnacionales, aunque resultaba aún inimaginable que los conflictos bélicos con el vecino país del sur hubieran estado asociados a los intereses de las compañías que se habían disputado con sangre ajena los campos petroleros en territorio ecuatoriano. Lo supimos en los años setenta por “El festín del petróleo”, de Jaime Galarza Zavala, un texto que hoy es de obligada referencia para entender un capítulo humillante de la historia ecuatoriana y latinoamericana.
La publicación, que anda por la novena edición, constituyó en aquella época un acto de gran valentía intelectual. La intervención extranjera en los asuntos internos de los países operaba en silenciosa complicidad con los sectores políticos de derecha ubicados en puestos de decisión en la mayoría de gobiernos latinoamericanos; en tanto que no prosperaban los intentos por despejar las sospechas y por descubrir la verdad sobre los modos de penetración y de operación empresarial, pues quienes criticaban las acciones gubernamentales no tardaban en ser perseguidos o al menos desacreditados ante el público con el entonces temible sambenito de la hoz y el martillo. Galarza Zavala pagó su indignación y su valentía en la prisión;
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pero esto le valió la simpatía popular y el respaldo solidario de prominentes figuras de la intelectualidad americana y europea.
Para bien o para mal, ahora que las tendencias políticas han cambiado, se han invertido los papeles. Los gobiernos presuntamente socialistas de la región se empeñan en estrechar relaciones con países que no constan en la carpeta occidental de ofertas comerciales. La derecha, antaño tan sumisa a los designios del capital extranjero, ha asumido el papel crítico y censor. Si ayer estuvo bien lo que en su momento aplaudió, hoy está mal si se lo hace con otras naciones, y sospecha de la honradez de los gobiernos de inclinación socialista. Entre nosotros, menudean las denuncias, especialmente sobre los convenios petroleros firmados con China y con otros países orientales. De este modo, al ciudadano común se lo vuelve a sumir en la perplejidad, entre dos fuegos cruzados que nublan el entendimiento. Guiado por la fe en el gobierno, solo le queda confiar en que este no repetirá los errores atribuidos a las corrientes reaccionarias de un reciente y repudiable pasado.
Entre tanto, para tranquilidad de la derecha tradicional y para desencanto de la izquierda tradicional, en pocos años ha quedado lejos la China que alentaba a un sector político a subvertir el orden en los países del llamado tercer mundo. Como cualquier empresa no rentable, aquella aventura terminó en quiebra silenciosa. Sin abandonar su ideología, el gigante asiático, fiel a la evolución milenaria de su cultura, está hoy más interesado en copar el mercado mundial que en exportar su doctrina. No cabe duda de que los convenios traerán -como valor agregado- corrientes de conducta y de pensamiento propias de la gran nación que cuando Europa aún permanecía envuelta en las tinieblas medievales, ya maravilló al veneciano Marco Polo, a finales del siglo XIII, por el esplendor de una cultura hasta entonces no interrumpida a lo largo de mil quinientos años. Así, las interrelaciones comerciales con otros países del orbe podrían constituir un modo menos fantástico de descubrir nuevos mundos.
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