Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

 

Los aniversarios, las celebraciones de los hitos históricos, al margen de la retórica política ofrecen la oportunidad de extraer de la pedagogía del tiempo un aprendizaje para alertar el futuro. La solemnidad vacía, carente de utilidad práctica no sirve si no está ligada al pensamiento y la reflexión

   
   
Se cumplen 455 años del bautizo de Cuenca, desde luego sin olvidar que la población del 12 de Abril de 1557, era el resultado de un largo y sacrificado trabajo de la raza cañari y de la labor cumplida posteriormente tras la conquista impuesta por el Incario. Y en esta ocasión, sin guerra y sin sangre se cambió el nombre de este conglomerado humano por el de “ Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca".
 
Desde entonces, el Paucarbamba florido de ayer que lo mimaron nuestros aborígenes, lo respetaron los incas, lo cuidaron los conquistadores españoles, lo fueron ennobleciendo los mestizos y criollos producto de la fusión de sangre hispana- aborigen, a fuerza de constancia, de firmeza y de trabajo, sin perder todavía su fisonomía de campo florido se ha transformado en la urbe de la que estamos plenamente orgullosos.
Pero el progreso y el adelanto del que disponemos y al que aspiramos mejorarlo, en nada ha restado el alma de esta cuencanía afecta a la retama y el capulí, al trabajo emprendedor y a la producción espiritual dentro de la cual ocupamos un sitial de honor.
 
Los mayores problemas que afrontamos no se deben a la indolencia de mirarlos ni a la incapacidad para resolverlos frente a los reclamos, omisiones y asignaturas pendientes para recuperar la cultura urbana y su ecosistema. Nuestro espacio de convivencia, por ejemplo, está usurpado por más de 80 mil vehículos y su escupitajo vociferante de humo; el esplendor en la actividad edificatoria se está extendiendo por sus verdes colinas hasta ir formando una nueva aglomeración, donde ya se advierte la penuria y la escasez de infraestructura y de servicios básicos.
 
Cuenca ha crecido vertiginosamente. Han surgido nuevos barrios residenciales, populares y espontáneos.
 
La pluralidad de edificios multifamiliares, de propiedad horizontal y construcciones
 
 de altura proliferan, en tanto, afloran los barrios exclusivos donde las familias adineradas viven en mansiones rodeadas de jardines y espacios verdes.
 
Desde esta óptica, Cuenca no es una ciudad hegemónica, unitaria, es por el contrario, múltiple y plural, llena de contrastes y cuyos rasgos definidores están en su pasado y su presente.
 
Cuenca es una ciudad subversiva, desigual, repartidora de plusvalías edificatorias, pero también noble, educadora y renovada. Es el fiel reflejo de su ciudadanía, de sus habitantes, de sus variadísimos hábitos culturales, de sus sentimientos y pensamientos, de sus formas de vida, de sus miserias y felicidades cotidianas. Y un reflejo, también, de los intereses y desafectos del Estado.
 
La Cuenca sofisticada como ciudad para los extranjeros, la ciudad monumental, limpia, decorosa, bien maquillada en espera del flash de los turistas contrasta con la otra ciudad dividida por sus ríos que la circundan.
 
El Centro Histórico como refugio de identidades ancestrales y nervio vital para el turismo cultural, sede del acontecer político, administrativo y bancario, que esconde el tugurio en fachadas pintadas, contrasta con los nuevos barrios y sus fracturas sociales en donde se advierten todas las miserias: pobreza, violencia, contaminación, exclusión y de las que sólo son testigos sus resignados habitantes.
 
La Cuenca secreta, la ciudad tolerada y mimada, la noctámbula para los jóvenes, y la Cuenca culpable y castigada deben propiciar la reflexión mancomunada de autoridades, instituciones y vecinos para un diálogo planificador que permita anticipar las debilidades y falencias derivadas de la expansión geográfica y demográfica mediante nuevas ideas, proyectos e iniciativas para una ciudad del siglo XXI.
 

 

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