Por Eugenio Lloret Orellana

 

Eugenio Lloret

 

Los viajes educan y modifican nuestro concepto del mundo, crean en nosotros un nuevo ser, acrecen el capital de nuestros conocimientos, nos inculcan la tolerancia, nos hacen más comprensivos y moldean nuestra sensibilidad

   
   

Quizás no haya nada tan útil como la posibilidad de viajar. El hombre que no viaja es un ser rutinario; no innovará, no creará jamás. Viajar es vivir, es amar la vida y la naturaleza, es propiciar la plenitud del ensueño. Cuando viajamos, dejamos en nuestros hogares las menudas preocupaciones que enturbian la vida. En los viajes sentimos en nosotros un despertar de aventura y curiosidad. Sin contar la visión de los paisajes y las sugestiones, encontramos una rara e infinita curiosidad en mil cosas, algunas triviales.
 

A la patria misma se la quiere y comprende mejor cuando se viaja. Entonces apreciamos todo el valor de nuestras costumbres, de nuestras afecciones, de nuestras instituciones, de nuestras ideas y sentimientos. La patria vista desde lejos, se agranda.
 

Los viajes son, por último, el más útil instrumento de perfección para las sociedades contemporáneas. Los libros, las revistas, la internet o la televisión, jamás nos darán la sensación exacta de las cosas. Es preciso ver con los propios ojos. Los viajes nos estimulan y nos infunden la noble ambición de sopesar las perfecciones ajenas.
 

Desde luego las ciudades populosas, con su bullicio, su arquitectura moderna, el apresuramiento de las gentes, los rostros que ostentan sólo preocupaciones materialistas, el carnaval de los grandes centros comerciales, la ausencia de espiritualidad y de misterio, contrasta con respecto a las viejas y coloniales ciudades con su particular personalidad geográfica y paisajística.
 

Sin embargo, viajar se ha vuelto complicado

 

y a ratos desagradable: un rollo largo y tedioso sólo apto para internautas o dichosos ejecutivos con marca de trasnacional. Adquirir un billete de avión en rutas de ultramar se ha convertido en una prueba de eficiencia que implica ordenadores, conexiones de alta velocidad en Internet, tarjetas de crédito emitidas en el exterior, y sobre todo una destreza digna de un agente de bolsa en Wall Street. En el mundo al instante, globalizado y cibernético, se puede viajar a precios muy bajos. Claro, siempre que uno se apunte al protocolo de búsqueda de sitios electrónicos de compra de pasajes; una subasta vertiginosa y sin fin, en la cual el cálculo milimétrico de días de anticipación es clave, y en donde aparecen  líneas aéreas de bajo costo mezcladas con líneas de prestigio en una coreografía de pantallazos en las que las gangas aparecen y desaparecen a la velocidad del rayo.
 

El tema de las visas… bueno, ustedes ya lo conocen y lo han sufrido en carne propia: un vía crucis en el que el ciudadano común acaba sintiendo la incómoda sensación de ser sospechoso; no sé bien de qué, pero sospechoso al final. Da la impresión de que los benditos mecanismos institucionales están diseñados en base a la presunción de culpabilidad, y de que en el trámite, uno tiene que demostrar una serena inocencia. Y claro, demostrar inocencia sin antes haber certificado un jugoso patrimonio, cuentas bancarias y otros absurdos requisitos, resulta para muchos una tarea harto complicada.
 

Una vez sorteados los obstáculos en tierra, toca adaptarse a la inmensidad de cambios registrados en la operación de las líneas aéreas y a los cambios de última hora en las agencias de viaje.  Entonces viajar solía ser un placer.

 

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