El pueblo ecuatoriano confió la conducción del país al Presidente Rafael Correa y le brindó reiterado apoyo en las urnas, porque su discurso principalmente apuntaba a todo lo que entrañaba la palabra y el concepto de cambio.
Una vez en el poder, el mandatario radicalizó el discurso para avanzar aún más en la propuesta: no solo cambio, sino “revolución”. Es lo que necesita el país, para tener una administración eficiente, honesta y responsable; la aplicación de la justicia con criterios de justicia –perdónese la intencional redundancia-; para disponer de un órgano legislativo independiente y responsable, sin componendas, “amarres” y negocios políticos y económicos que conformaban mayorías según conveniencias particulares.
No puede ignorarse que en los cuatro y más años del gobierno de Correa si ha habido cambios, muchos en verdad revolucionarios. Pero tampoco puede ocultarse el surgimiento de procedimientos que retoman vicios del pasado que no quisiera sufrirlos más el pueblo. La escabrosa nominación de autoridades de la Asamblea y la integración de las comisiones legislativas dejan lamentables sospechas que deben evitarse y corregirse por el bien del país, antes de que acabemos por retornar definitivamente al condenable pasado.