Por Marco Tello
¿Quién era aquel personaje que enseñaba a ver el mundo en la debida proporción que da el humor? Los jóvenes de ayer no necesitan leer aquí su nombre; los de hoy, lo honrarían averiguándolo (ahora tendría casi noventa años de edad). En este nuevo aniversario de independencia política, lo evocamos fugazmente, como una obligada referencia en el proceso inacabable de emancipación mental
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Lo leímos en el libro sobre el humor, de Felipe Aguilar. Quisiéramos referir textualmente el episodio; mas, prestamos el manual y olvidamos que debían devolvérnoslo; por tanto, lo relatamos a nuestra manera:
Habituados a la vida bohemia del maestro, se cuenta que los alumnos se negaron cierta vez a acompañarlo; rebeldía inusual, porque una reunión de tragos presidida por él resultaba siempre más instructiva que embriagadora. Que estaban en la semana de exámenes –alegaron-, y que la prueba que debían rendir al día siguiente era dificilísima.
-Prueba ¿de qué? –les preguntó con la mirada inquisidora de quien no ha entendido.
-¡De Literatura ecuatoriana! –repitieron temerosos.
-¿De Literatura ecuatoriana? –insistió con una inflexión de voz desconcertante, como debía haber sido la de Sócrates.
-¡Elemental! No existe; ¡vamos! –les conminó.
Y se cuenta que los tres se encaminaron a uno de los locales que en aquel tiempo abundaban alrededor de la Universidad. Entre copa y copa, habrían recibido los alumnos una docta lección, entretenida, sobre el tema que los atribulaba.
Así, sabiamente agudo y discreto, era nuestro personaje, maestro en el arte de preguntar. Quienquiera pensaría que rayaba en el cinismo. Tuvimos la fortuna de trabar amistad con él a propósito de un reclamo sobre la nota en un examen de inglés. Con su porte impecable, venía por el portal del antiguo Seminario. Nos acercamos respetuosamente a él, resueltos a expresarle nuestra inconformidad.
-¿La nota de qué? –inquirió, como si le hubiéramos hablado en chino.
-Del examen de inglés, doctor.
-No sé; no he leído.
Era una respuesta insólita que no dejaba otra opción que echarse a reír. Al cabo de unos minutos, departíamos amenamente en alguno de los bares de nombre inolvidable consignados en el libro de Aguilar.
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En una ocasión, le contamos acerca de un viejo profesor de colegio que no podía acabar de leer a los alumnos un fragmento de “Edipo Rey” sin estallar en sollozos:
-Nunca logramos entender la razón de sus lágrimas –le confiamos.
-Elemental, mis queridos Watson –ahora el maestro, que era también un buen director de teatro, hablaba como el personaje de Conan Doyle.
-¿Por qué? –preguntamos intrigados.
-¡Porque no entendía!
Reunidos en otra sesión vespertina algunos aspirantes a literatos, echábamos a rodar sobre la mesa nuestras pobres sabidurías retóricas: el hipérbaton, la sinécdoque, la metáfora. El maestro, en actitud paciente y socarrona, miraba por encima de los lentes, como desde un helicóptero. Llegado el momento, cortó la discusión con voz grave, solemne:
-¿No habéis experimentado, una tarde cualquiera, el deseo irreprimible de expresar vuestro tedium vitae diciendo: “Hay tardes en las que uno desearía irse a la M.”?
-Sí, claro, doctor.
-Evidentemente, el poeta no puede hablar así -continuó-. Dirá lo mismo, pero de bonita manera; dirá, por ejemplo:
“Hay tardes en las que uno desearía embarcarse y partir sin rumbo cierto
Empezábamos a corear la estrofa, cuando el maestro se incorporó:
-Continuad, caballeros –dijo–; miró el reloj, hizo una leve señal y se alejó. Nosotros proseguimos por cuenta propia:
y, silenciosamente, de algún puerto irse alejando mientras muere el día”.
¿Quién era aquel personaje que enseñaba a ver el mundo en la debida proporción que da el humor? Los jóvenes de ayer no necesitan leer aquí su nombre; los de hoy, lo honrarían averiguándolo (ahora tendría casi noventa años de edad). En este nuevo aniversario de independencia política, lo evocamos fugazmente, como una obligada referencia en el proceso inacabable de emancipación mental.
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