Los vitrales son la combinación más vistosa y natural de la luz con el color. Su rutilante policromía solemniza la severa majestuosidad de las catedrales o decora opulentos ambientes de edificios públicos y casas particulares.
Rosetón del Hastial de la Catedral de Cuenca. |
Nacido en 1907 en Bilbao, España, Guillermo Larrazábal fue invitado en 1955 al Ecuador para que se hiciese cargo de construir los ventanales de la catedral de Cuenca. Vino casi por la fuerza al desconocido país suramericano, pero extrañamente se enamoró de él e hizo aquí su más valiosa e intensa obra artística.
El Sermón de la Montaña. Vitral de la Catedral de Guayaquil. | |
La cantidad de su producción –pareja con la calidad creciente- poco permite comprender las graves dificultades al comienzo de su trabajo en tierra americana: nadie en el Ecuador sabía de vitriería artística y debió empezar por enseñar nociones a los obreros y personal de ayudantes que requería. Tampoco había en el Ecuador herramientas ni materiales para el trabajo y debió pedirlas a Europa, donde la tradición del arte del vidrio se remontaba con esplendor a la Edad Media.
Eudoxia Estrella de Larrazábal al pie del retrato del vitralista, colocado en sitio destacado de la biblioteca familiar |
Es curioso destacar que sus bocetos eran más que bocetos: eran pinturas terminadas con maestría en los mínimos detalles, al punto que al compararlos con las fotografías de los vitrales terminados, resulta engañoso saber cuál es boceto y cual vitral auténtico.
Vitral de San Pedro en la Catedral de Ambato. |
Centenares de vitrales en catedrales, templos y santuarios, en grandes edificaciones públicas o en casas particulares, son el testimonio de la vida transparente y la obra policroma de Guillermo Larrazábal, un artista español que casi vino contra su voluntad al Ecuador, pero se quedó de buena gana a vivir y a morir en él.
El dolor y el placer de crear |
Escena familiar en la residencia de los artistas Guillermo y Eudoxia,
hace alrededor de cuarenta años.
El gozo de la luz en los vitrales está antecedido por fatigas y sufrimientos del artista que los concibió y los hizo realidad. El público cautivado por la fulguración de la obra terminada poco se remonta a pensar en el trabajo intelectual y físico que esta por detrás –o quizá mejor por delante- de cada uno de los paneles que integran el conjunto.
Estructuras metálicas prefabricadas con tracería exacta sostienen los fragmentos de los vitrales. El plomo, el horno, sopletes, cortadores con “merma”, ácidos, pinceles y herramientas llenan el taller donde los sueños del artista se convierten en realidad, donde el vidrio cede su transparencia aceptando la coloración a voluntad del creador. Y Larrazábal fue un genio para transformar el proceso primigeniamente artesanal en sustancia artística.
Más de doscientos vitrales de Larrazábal ornamentan edificaciones religiosas en el Ecuador. En las catedrales de Quito, Guayaquil, Ambato, Cuenca, Loja, está quizá lo más valedero de su infatigable trabajo. En algo más de un cuarto de siglo que vivió en Cuenca, el artista español inundó de luz y color espacios sagrados y profanos donde su vocación quedó perennizada en la fragilidad del vidrio.
Eudoxia Estrella, pintora y maestra, compañera de Larrazábal de 1961 a 1983, año en el que se apagó la luz del artista, atesora cientos de bocetos, dibujos, pinturas y fotografías que reflejan el paso de aquel español por tierra americana y, sobre todo, el paso de un artista excepcional por este mundo, ventanal policromo a través del cual contempló con clara pasión la vida.
Pero ella atesora, con amor profundo, el recuerdo de haber compartido su vida con un ser iluminado por similar vocación artística.
Aparte de sus vitrales, poco dejó escrito Larrazábal. No más que apuntes y pensamientos sueltos sobre el arte, la belleza, la religión o temas metafísicos. Dedicado a vida completa a sus vitrales, es a través de ellos como es posible conocer y valorar su singular existencia y su exuberante capacidad creadora.
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