La descripción que hacen los organismos internacionales preocupados por los problemas de la infancia es espeluznante: niños desamparados, torturados, asesinados y hasta utilizados como chivos expiatorios por Gobiernos y organismos políticos y criminales. A ello hay que añadir las más variadas formas de explotación laboral, los malos tratos familiares, el comercio sexual, la segregación racial y xenófoba a la integración escolar de minorías étnicas. Pero más allá de estos casos extremos, existe una violencia más sutil y cotidiana que está en el entorno familiar, la cultura audiovisual y en el ensimismamiento televisivo.
Las leyes escritas que disponen la protección integral del niño y el adolescente apoyadas en convenios internacionales es letra muerta a la hora de las evaluaciones y de los discursos con ocasión de la celebración universal del Día del Niño.
Existe una infancia maltratada y sin embargo hacemos todo para desmentirla. Que el niño y el adolescente son sujetos de derecho en desarrollo cuya opinión debe ser escuchada y tenida en cuenta, dice la ley y sin embargo vuelve a insistirse en que los niños mienten, que los padres le lavan el cerebro, o que su opinión apenas debe tomarse en cuenta, lo que significa que lo que diga no sea creíble: o sea que lo sabemos y lo desmentimos. Desmentimos hasta las parábolas más ingenuas que nos indican que no son los niños que mienten: son los políticos, intelectuales y profesionales que mienten y cuando más lo hacen, mejor.
El maltrato atemoriza a los niños y está en las entidades educativas, religiosas y gremiales. Está en el propio hogar y tiene como principal agresor a las madres, todas ellas desesperadas por tener que trabajar y cuidar de sus hijos, los abuelos son también agresores al momento de ponerle la mano al niño y adolescente. Todo esto lo sabemos y aún así lo desmentimos.
Los medios de comunicación como la televisión capturan el talento y la capacidad de los niños como objeto de consumo, como una mercancía más para el deleite del rating
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y del mercado. Lo sabemos y no decimos nada, se oculta o desmiente. Esta ética de la verdad que tanto el Estado como los organismos no gubernamentales deberían construir, tiene con la infancia la obligación de romper con la dominación, explotación y mistificación de la infancia hasta que reconozcan su derecho al saber, su sexualidad, su juego, su palabra y su dignidad, donde todos los niños y adolescentes, sin exclusiones ni segregaciones se conviertan en participantes activos de su desarrollo, donde el discurso de la mentira no sea hegemónico ni una suerte de irrealidad permanente cada vez que se pontifica en su nombre.
Hasta ahora, la modernidad y demás espejismos han sido tramposas imposturas de los grandes grupos de poder, lo que provoca directa o indirectamente, segregación, pobreza, pesadumbre y caos, que deriva finalmente en atraso y en un posible retorno a la barbarie, siendo la infancia la más perjudicada por ser ésta, una etapa de dependencia respecto a los adultos. Partiendo de esta realidad, se hace imprescindible que toda la sociedad advierta las causas profundas de la problemática infantil y su entorno, a efecto de que se conscientice y coadyuve en la lucha contra esta desigual y compleja barrera a la dignidad del ser humano.
De las normas relativas a la protección del menor, ninguna se cumple de manera absoluta, pues no es cierto que todos los niños tengan acceso a la educación, a la salud física y mental, a toda clase de protección, ni a la igualdad de oportunidades. Como se advierte, todos los postulados y prerrogativas que se ofrecen en la doctrina de los Derechos del Niño, resultan frustrados. Esta visión, claro está, no descalifica de modo alguno el trabajo tesonero de la UNICEF y de otras instancias públicas o privadas que con conciencia social abordan y tratan de solucionar los problemas de la infancia.
Los párrafos anteriores nos regresan a la pregunta ¿por dónde empezar?. A nuestro juicio, sólo cuando los cambios se preparen a partir de la infancia.
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