Wilmer Santacruz hace levitación pública las mañanas al pie de la Catedral de Cuenca y por las tardes recorre las calles ofreciendo empanadas colombianas y bolones
Oriundo del corregimiento de Urabá, cerca de Medellín, de 27 años, Wilmer ingresó al Ecuador en 2009 como refugiado, en busca de auxilio y trabajo, dándose modos para sobrevivir divirtiendo a la gente con sus habilidades y su magia.
“Me iba bien en la venta ambulante de sábanas y bisutería en mis pueblos, hasta que me asocié con un compa al que confié las mercaderías y el dinero, y se me fue con todo, dejándome en la ruina: cuando le reclamé se dio por perseguirme para matarme, hasta que descubrí que pertenecía a las autodefensas unidas de Colombia y me dije mejor es correr…y aquí estoy”, confiesa con gestos dramáticos e inocultable acento colombiano.
Desde enero pasado es personaje familiar en la esquina del parque Calderón, al pie de la Catedral, donde se lo ve sentado en el aire, sin más sostén que la mano izquierda arrimada a una caña guadúa, vestido túnica blanca, el rostro blanqueado, un par de alas a la espalda y las gafas oscuras que le contrastan.
Cuando en las tardes va por los parques, los portales o las oficinas vendiendo ágilmente las empanadas y los bolones, nadie se imagina que el personaje ambulante es el mismo que pasa inmóvil en la acera de la Catedral por la mañana, con el cuerpo levantado medio metro sobre el suelo.
“Hay gente que se sorprende, se ríe o se asusta de verme con los pies colgados al vacío; otros me critican y hasta me insultan, pero yo no les paro bola. Los niños son los más curiosos y se meten por debajo o me alzan el traje para ver en qué me he sentado”, comenta siempre con la sonrisa en los labios.
Es de aquellos personajes con historias de contar. Desde niño le gustaban las calles y el público. A los seis años se dio por bailar en las esquinas, bajo los semáforos, para pedir dinero. Se inventó trucos, como el de la cuerda floja, para atravesarse por ella sobre los vehículos hasta que cambie el color del semáforo, tema que no le han permitido hacer en Cuenca por el riesgo.
En una imitación a la cubana Celia Cruz. |
A los 12 años, después de la primaria, se fue por el fútbol y en la adolescencia integró el Deportivo Tolima, de su país. Todavía espera jugar en un equipo de Cuenca o de Azogues, pues “yo soy un potente delantero, bueno en el cabeceo, pateo duro y corro como un quemado en busca de agua”, dice a carcajadas.
Cuenca es el lugar donde mejor le ha ido en el Ecuador, después de las temporadas en Ibarra, en Ambato, en Quito y ciudades de la Costa. “Aquí hay buena gente, me gusta el clima y creo que me voy a quedar de largo, me divierto mucho, me encanta lo que yo hago y a la gente también le gusta”, dice anunciando que tiene el proyecto de variar los temas, en un sitio donde plantarse como Estatua de la Libertad o robot, quizá con efectos de colores y hasta música.
En el Azuay ha recorrido por los cantones y en general le ha ido bien, pues recoge aportes del público que le satisfacen. También tiene sus anécdotas. Cuando hacía levitación en el parque de Sígsig, corrieron comentarios malévolos, vinculándole con el diablo, pues un hombre flotando en el aire era un fenómeno de tener miedo. Las madres impedían que los niños salieran de casa y hasta se acercó un comisario a obligarle a que se retirara.
“Entonces cargué mis cositas al hombro y me fui a Gualaceo”, dice. Aquí fue distinto: el público le rodeó fascinado de verlo flotando sin sustento. Un periodista cantonal le filmó largo rato y luego le llevó al canal de televisión local para entrevistarlo.
En Machala le llamó la atención la indiferencia de la gente. Nadie se sorprendía de verlo pendiente del aire y peor para ponerle unos céntimos en el envase sobre el banquito que le sirve de apoyo cuando sube o baja del “escenario”. No sabe por qué, pero hay lugares donde no es posible establecer una química con el público. “Entonces el negrito vuela y no vuelve más…”, dice aludiendo con alegría a su raza morena oculta debajo del blancor con el que embadurna el rostro para las actuaciones.
En Montañita, pueblecito del Guayas con mar y playas, tuvo una experiencia para contarla siempre: un hombre del lugar no creía lo que veía y desapareció tras contemplar largamente al personaje en levitación, para volver con una botella de wisky en la mano. “Me brindó un trago, otro trago y al fin me caí de bruces, aún me duele…”, ríe Wilmer.
El padre y la familia |
Santacruz lleva casado 13 años con Fainelli Cardona, también colombiana. “Mi hijo Tomás, de 12, baila mientras hace malabares y le gusta seguir mis aficiones. Carlos tiene nueve meses y le estoy enseñando a cantar para completar un conjunto familiar de arte”, cuenta encantado de su oficio callejero.
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